CARAVANA DEL DELTA: En el vértice de colisión entre pasado y futuro

–Es por allá, a la izquierda de la colina. Entre esos olivos –señala el viejo trashumante–. Ahí es donde se siente que está la vaca.

 –Que no, joder. Te digo que lo que se escucha allá, a lo lejos, es una motosierra y no una vaca –replica Mapy, la joven y enérgica pastora que comanda la partida.

–Pues que no y que no, hostia. Yo te digo que la vaca se siente en esa dirección.

Estamos detenidos sobre un cruce de carretera a pleno sol, en algún lugar entre La Sénia y Rossell, en el límite entre Cataluña y el País Valenciano, y envueltos por un caos vacuno. La pequeña marea bovina que hemos venido campeando durante la jornada de trashumancia se dispersó nada más tocar el asfalto, y ahora las vacas, toros y becerros (poco más de doscientas cabezas de ganado que conforman el rebaño de la familia Martorell) se encuentran fraccionadas en pequeños grupos que avanzan en direcciones contrarias, al tiempo que sobre los tres ejes del cruce vial aumenta la fila de automóviles y camiones detenidos por la estampida.

Por un instante tengo la impresión de que lo que sucede es que los pastores no están hablando el mismo lenguaje. El viejo dice que siente a la vaca. Mapy, en cambio, que no la escucha. Sopeso la posibilidad de que este desliz de comunicación pueda deberse al cambio generacional, los de antaño siendo capaces de percibir a las vacas con todo su ser (o cuando menos teniendo la certeza de que así lo hacen), mientras que los jóvenes solo las ven o escuchan. Por si acaso, acuerdan mandar a uno de los de a caballo a buscar la supuesta vaca que el viejo afirma sentir. Pero antes hay que contener al resto de la manada.

Conforme observo a los jinetes, perros y pastores correr de un lado a otro entre gritos, silbidos y aspavientos, en su afán de recuperar el orden del rebaño antes de que los automovilistas pierdan por completo los nervios o que Lionel, padre de Mapy y cabeza de la empresa ganadera, termine por sufrir un infarto debido al ataque de furia del que es presa desde que sus vacas se dieron a la fuga, pienso que lo que estamos haciendo en esta Caravana Delta es asomarnos a los destellos finales de estilos de vida en vías de desaparición. Prácticas y rituales que día a día logran mantenerse a flote cada vez más a contracorriente. Como si no solo el humedal y las criaturas que lo habitan, sino también los usos y las costumbres de los pobladores de este delta, comenzaran a peligrar con la extinción.

Aunque hace no tanto la trashumancia bovina era una constante en la región –la mayor parte de los ganaderos de carácter extensivo (incluyendo aquellos que tenían vacas bravas) solían realizar la migración anual–, hoy en día prácticamente solo la familia Martorell conserva la rutina de trasladar al rebaño cada par de estaciones. En su caso, aprovechan el buen clima en las inmediaciones del mar durante el otoño y el invierno para, en primavera, estación en la que nos encontramos justo en este momento, emprender el camino de retorno a las cumbres del Maestrazgo, en las montañas aragonesas. Algo así como una doble fase nómada intercalada por unos meses de estabilidad, año tras año.

Se me ocurre que el Delta del Ebro es una especie de frontera, una tierra de transición: el punto de convergencia entre dos realidades que se contraponen. Por un lado, la globalización del modo de vida norteamericano, cuya estandarización de todo lo que nos rodea resulta minuto a minuto más hegemónica, y por otro, los últimos fulgores de ese mundo rural y biodiverso que se esconde tras el ocaso. Digamos que la carretera ­–en la que el grupo de siete artistas deshidratados que integramos la caravana estamos parados, con las sienes pulsantes y procurando ayudar, o como mínimo no estorbar, a los pastores– no podría representar una fractura más evidente entre ambos planos existenciales, pues hasta que la alcanzamos, y eso fue solo después de haber caminado todo el día junto a las vacas, no habíamos tenido ningún problema. No obstante, en cuanto pusimos los pies (y, más significativamente, las pezuñas) en este vértice de asfalto, la sacudida fue inmediata: el pasado y el futuro se impactaron de lleno y el segundo dejó claro que cada vez le queda menos tiempo de vuelo al primero. Que en unos cuantos años a lo sumo, la cultura planetaria será un poco más homogénea, un poco menos estimulante.

 Me vienen a la cabeza algunas líneas de Búhos de los hielos del este, un libro magnífico que leí en el avión que me trajo hasta el viejo continente. En sus páginas, Jonathan C. Slaght reflexiona sobre la recóndita porción de Rusia que exploró en busca de los búhos más grandes del mundo: «Dicotomías primigenias todavía perfilan la existencia en el Samarga: hambriento o saciado, congelado o fluido, vivo o muerto […] la línea entre la vida y la muerte aquí podría medirse en la delgadez del hielo del río».

 No sé exactamente por qué me resuenan esas palabras ahora, la verdad es que los deltas del Samarga y del Ebro no se parecen en casi nada. El ruso cubierto por bosques prístinos y helados; y el ibérico, por manchones de marisma y cultivos que hierven bajo el sol del Mediterráneo. Quizás tenga que ver con la lechuza que durante el par de noches previas se unió a la cacofonía artrópoda que se filtra por la ventana del hotel y que, sumado al jet lag del viaje trasatlántico, me tiene en un estado semicatatónico. O probablemente se deba a que, aunque no puede decirse que en este sitio se corra realmente riesgo de nada (a no ser a manos de un conductor ebrio o de un toro fuera de sus cabales), se trata de un paraje en el que también imperan las dicotomías: tradición versus modernidad. Ecologismo versus industria. Animalistas versus taurinos.

Pensándolo un poco mejor, si bien no es un hecho inminente y la amenaza no se impone sobre el visitante temporal, el lugar sí corre el peligro de fenecer, aunque no por el grosor de la capa de hielo que cubre el río (como declara Slaght sobre el cambio de estaciones en Samarga) sino por lo que este arrastra, o mejor dicho ya no arrastra. Así que recomponiendo la última frase del párrafo citado para adaptarla al Ebro: la línea entre la vida y la muerte aquí podría medirse según la delgadez del sedimento del río. Pero me estoy adelantando, ya llegaremos a eso. Por ahora creo haber identificado finalmente lo que me remitió al libro de los búhos pescadores. El puro placer de encontrarme de expedición en el campo, y más después del par de años pandémicos que llevamos a cuestas.

Qué más da que aquí la naturaleza haya sido intervenida desde hace siglos; el panorama sigue siendo francamente espectacular. Amplitud avasalladora precipitándose hacia los cuatro puntos cardinales, playas tan anchas que parecen desiertos, manchones de tules que esconden lagos y paredes de roca madre recortada bajo un cielo inacabable. Todo cubierto por un tapete botánico vibrante y salpicado por una variedad extraordinaria de aves (con unas trescientas cincuenta especies presentes, poco más de la mitad de la diversidad ornitológica total registrada en la península ibérica). Vamos, que no será Siberia, aquí no hay ni tigres ni venados, pero sí flamencos, ibis negros y malvasías cabeciblancas –patos buceadores en grave peligro de extinción–, y algo tiene la estampa que despliegan los arrozales anegados en esta época del año y que al extenderse hasta el horizonte transforman el paisaje en un enorme espejo, que reclama al exotismo. Como si en lugar de Cataluña esto fuese Indochina.

Y pensar que, aunque en mi mente se plasme como si fuese una quincena, llevamos tan solo tres días deambulando en esta Caravana Delta. Esa particularidad que tiene el tiempo de dilatarse cuando todos los sitios que ves y todas las personas con las que interactúas son nuevos para ti. El primero al que conocí fue a David. Un pelirrojo simpático y rápido de cabeza, que al igual que yo tomaba el último tren desde Sants. Me dijo que era músico. Ante la pregunta subsecuente, me informó que la banda se llamaba Mishima y que cantaban en catalán. «Es decir, un doble suicidio», remató él con una sonrisa sarcástica.

De inmediato me cayó bien. Me identifiqué con su comentario. Ser escritor en México (nación que presenta uno de los índices de lectura más bajos del conteo internacional) y encima dedicarse a escribir sobre animales y naturaleza, representa precisamente un doble suicidio profesional. Es ocupar el nicho del nicho, por decirlo de otra manera.  

Ya a bordo del tren, la Wikipedia me dejó saber que el grupo de David acababa de lanzar su noveno álbum de estudio. O sea que mal, así como mal, no les iba. Al contrario. Pero tampoco es que yo pudiera quejarme, a fin de cuentas mi libro Fieras Familiares, publicado por Libros del Asteroide unos meses antes del viaje, había sido justamente lo que me había llevado hasta ahí. Dicho manuscrito tuvo la fortuna de haber llegado hasta las manos de Gabi Martínez y, además, de haberle gustado, gracias a lo cual no solo me obsequió un comentario muy generoso para la portada, sino que me invitó a unirme a la expedición al Delta que estaba organizando. Claro que más adelante descubriría que el grupo de David es, de hecho, bastante famoso. Ya quisiera yo tener el diez por ciento de lectores de los 73.426 oyentes mensuales que ellos tienen en Spotify.

Aquella noche también viajaba con nosotros Natacha, una artista francesa que venía desde el Pirineo Atlántico y que para entonces llevaba más horas de trayecto sobre las vías que las que a mí me había llevado cruzar el océano. Otra preconcepción en la que me descubrí sobrevalorando a la Unión Europea: la eficiencia de su red ferroviaria y la certeza equivocada de que todos los trenes poseen vagón comedor. A pesar de la odisea que llevaba a rastras, Natacha no había perdido el semblante, se mostraba entusiasta y afable. Cosa que no cambiaría en los días sucesivos, ni cuando el tren que se suponía que la regresaría a Barcelona nunca apareció y terminó de corroborar que los trenes en la España profunda son, en efecto, un desastre.

Los toros y vacas bravas arribaron a la región del Delta del Ebro hace unos ochenta años, los trajeron los agricultores cuando se construyeron los canales de riego para deshierbar y desbrozar el terreno, algo así como podadoras vivientes.

–Los toros pueden entrar en las zonas pantanosas y comer juncos, cañas, carrizos, vegetaciones salinas y arbustos, y además de eliminar la maleza y abrir el terreno abonan la tierra –nos cuenta Paco Palmer, quinta generación de la ganadería Margalef y desde hace cuatro años encargado de velar por la icónica manada de la isla de Vinallop, mejor conocida simplemente como isla de los toros, único paraje de su tipo a nivel mundial que cuenta con vacas bravas en completa libertad.

Es la mañana siguiente de nuestra llegada al Delta y ya nos hemos reunido al resto del equipo. Además de David, Natacha y Gabi, la caravana de artistas multidisciplinarios se compone por Natalia, una talentosa y laureada ilustradora navarra; Marina, natural de la Barceloneta que es aficionada a la herbolaria campestre y que trabaja en el rescate de peces y recetas tradicionales; Ada, actriz catalana, dramaturga y artífice del performance de proceder dulce y envolvente, y Jaume, un artista local afincado en Amposta con gran sentido del humor y aguda crítica social. El grupo es escoltado en todo momento por Cait y Jordi, quienes se encargan de la documentación audiovisual, y el buen Josep, uno de los cerebros detrás de la revista Arrels y pastor nato de grupos humanos, es quien se desenvuelve como manager del proyecto.

–Es curioso –nos sigue contando Paco–, pero aunque en el tiempo de los primeros colonos los toros eran un símbolo de la civilización y del dominio del paisaje, hoy en día desempeñan justo el papel contario y podrían ser vistos como un elemento de conservación.

Lo que sucede es que en la actualidad los rebaños de vacas que se mantienen de manera extensiva en los humedales, como aquellas que tiene el propio Paco, representan uno de los últimos obstáculos que se interponen ante los intereses de los grandes capitales locales, las poderosas empresas arroceras, a las que nada les gustaría tanto como terminar de convertir el área en tierras de cultivo. Sin embrago, la legislación imperante de una hectárea por cada vaca se los impide. De ahí el carácter de los rumiantes como alternativa agroecológica a la que se refiere Paco.

Debo confesar que, aunque antes de emprender el viaje y fiel a mi temperamento de naturalista presuntamente versado jugueteé con la idea de tocar a una vaca brava cuando estuviéramos en la isla, ahora que las observo pasar corriendo y levantando polvo a unos cuantos metros de distancia, me doy cuenta de la ingenuidad (por no decir completa estupidez) de tal osadía. Son animales briosos e intimidantes, probablemente lo más cercano que queda en la actualidad de los poderosos uros (los antepasados salvajes de los bovinos domésticos que los humanos terminamos de exterminar en la Polonia de la Edad Media). Nada que ver con aquellas vacas mansas y gentiles que yo ayudaba a ordeñar a mi abuela en el rancho cuando era niño. No es que sean agresivas, al menos no cuando están en grupo, pero su intempestivo galope brinda un atisbo de noción de lo que debe ser que te embistan. Me figuro que algo no demasiado distinto a ser arrollado por un coche.  

Paco puede dar fe de que las cornadas no son asunto menor, ya que hace no mucho fue embestido por un toro. Un semental que había adquirido para incorporar al pie de cría de su ganadería y al cual, tras un incidente con otros dos toros que lo habían atacado, se acercó más de la cuenta.

–Pensé que estaba muerto, ese fue mi error –dice aún con gesto de angustia–. Pero de pronto el semental se levantó y se me vino encima… «Paquito, ahora sí que las has liado», me dije a mi mismo, al tiempo que me contraía y recibía el impacto.

El toro lo sacó volando con el primer cabezazo. Aturdido, Paco comenzó a rodar sobre el suelo para intentar apartarse de la mira del toro, mientras que este rascaba la tierra con su pesuña delantera y se preparaba para embestir nuevamente.

–Pensé que ahí me quedaba –declara Paco, antes de reconocer que si no hubiese sido por el caballerango que se aproximó a la bestia por detrás y que le hizo trastabillar, probablemente la cosa hubiese acabado en la sala de emergencias.

Luego nos cuenta que la experiencia más traumática de su vida no fue esa, sino cuando, con apenas veinte años de edad, se vio obligado a sacrificar a trescientas cabezas de la ganadería familiar debido a la epidemia de brucelosis que asoló la región.   

En el presente, la manda de l’illa dels bous está compuesta por una docena de individuos, que en su momento consiguieron hacer lo que nadie antes (o después): unir a los animalistas y a los taurinos, cuando en el 2016 la escasez de recursos ocasionó que los bovinos insulares se encontraran en tales aprietos que ambos grupos sumaron fuerzas para llevarles alimento. «De tan flacos que estaban, parecían como velas de barco», nos dice Paco. Desde entonces, se decidió regular y esterilizar a la colonia –que habría que señalar, desciende de solo dos hembras primordiales, por lo que registran un grado sumamente alto de endogamia–, fijándola en la docena de ejemplares que ahora vemos correr escondidos entre los árboles.

Soy consciente de que, en mi calidad de contenedor de material genético procedente del otro lado del océano, a mí, me corresponde menos que a nadie en esta caravana conciliar las controversias de la sociedad catalana contemporánea con los toros. Me robo aquí algunos versos con los que me pronuncio de acuerdo de Bos Primigenius Taurus de Miguel Ángel Feria:

«ole

o sea con el uso de una droga conocida por fenilbutazona

o sea malherido por la avispa de su raza naturalmente agresiva

es decir herbívora y rumiante

o sea viene el toro se presenta en los umbrales del toro que no sufre

o sea trae dos astas de rabias personales ni sabe dónde está y está

                                                                                        [en la plaza

o sea viene siendo aquí en los ojos más estrictos de la caza por

                                                                                       [fenilbutazona

o sea que van todos contra él van criminales

o sea si es matar o morir no hay más morales que el capote y sus

                                                                                       [ámbitos de zarza

o sea que genera empleo y trabajo para muchas personas baje el grito

o sea la ganzúa del torero

o sea no recibe subvenciones

es decir penetra de azabache y vuelve rojo […]»[1]

Dicho eso, y aunque para nada me considero partidario de la fiesta brava, en mi humilde opinión existe cierto trecho entre los espectáculos de sangre –propios de las grandes arenas y los trajes de luces– y las celebraciones regionales de recortadores y encierros pueblerinos. Estos últimos me remiten más a los jaripeos (o rodeos) de las zonas rurales mexicanas que a las faenas que se llevan a cabo en plazas como Las Ventas. Es decir, actividades en las que los mamíferos implicados, tanto rumiantes como primates, se encuentran más cara a cara. Tampoco es que quiera decir en igualdad de condiciones, pues sería una falacia, pero al menos en las que los bovinos participan durante un tiempo breve y después siguen campantes con su vida, en general bastante más placentera que las de aquellas innumerables cabezas de ganado destinadas al matadero.

No lo sé, solo es que hay veces en que me perturba el arrojo con el que se involucran ciertas personas en algunas polémicas culturales, a fin de cuantas puestas en práctica por un grupo reducido de actores de la población, cuando lo que verdaderamente debería descolocarnos son nuestros sistemas globales de producción alimenticia. Encuentro que hay mucha más violencia sistémica involucrada en los solomillos y lonchas de carne de res que se venden al por mayor en cualquier supermercado –por no decir como relleno de uno de los alimentos más consumidos a nivel mundial (tan solo McDonald’s vende 75 hamburguesas por segundo, o si se prefiere casi seis millones y medio al día)–, que en esquivar a una vaca durante quince minutos en un ruedo.

Repito, disto mucho de ser el más apropiado para opinar sobre este tema y sus intrincadas connotaciones sociológicas, pero, si se me permite, me inclino por secundar la moción de Jaume de resignificar todo el acto. Empezando por el toro embolado (bou embolat), al que el artista propone cambiar el fuego con el que se prenden las astas por focos de LED.

–Si cuando mi abuela asiste a la iglesia deposita su fe en las veladoras de LED en lugar de las de fuego, ¿porqué no iban a hacerlo también los taurinos? –se pregunta el también creador del Museo del Mosquito y del hotel Carrova.

En todo caso, creo que el verdadero drama del Ebro no se encuentra entre el ganado sino bajo la superficie. En la miríada de canales tributarios e intersticios fangosos que nutren el humedal. Y es que, en relación con las especies introducidas (o invasoras), el estado del río y sus embalses son un desastre aún peor que el sistema de conexiones ferroviarias que aquejan a la demarcación costeña. Cangrejo azul, carpa asiática, caracol gigante africano, cada uno una pequeña pesadilla biológica con su propia saga de desplazamientos y extinciones de especies locales.

Por no hablar de los descomunales siluros que merodean en las profundidades, peces gato oriundos de los ríos de Europa del Este que llegan a rebasar los dos metros de longitud y que pueden cargar hasta seis kilos de presas diversas en sus estómagos (incluyendo crustáceos, otros peces e incluso aves). Hay quienes aseguran haberlos visto vomitar latas de cerveza, zapatos y desperdicios variopintos.

–Son muy carroñeros, por eso no nos los comemos –me dice un chico lugareño que los pesca por deporte (y quizás también, de manera accidental, como apoyo a la conservación).

Asumo que mi rostro proyecta cierta incredulidad, pues acto seguido el chico saca su móvil para mostrarme una imagen: en la pantalla se le ve a él en la parte inferior de un puente, está en cuclillas sobre el margen del canal y sostiene una caña en la mano, a sus pies yace un pez enorme, verdoso y bigotudo, casi tan grande como mi propio interlocutor.

Un poco sobre ese eje es que gira el trabajo de Marina, o bueno, su proyecto en continuo desarrollo de los peces olvidados, que busca diversificar nuestras capturas para contraponerse a la delirante empresa pesquera que comienza a dominar la oferta gastronómica y que ha limitado el mercado a unas cuantas especies. Para ello, Marina insiste en recuperar recetas y variedades de peces locales, y en paralelo, incorporar las tradiciones de las comunidades que han migrado desde otras regiones del mundo. Por ejemplo, el mentado siluro, un manjar muy apreciado por los rumanos.

Realmente no hay mucho más que pueda hacerse para contrarrestar la multiplicación desaforada de las criaturas invasoras que ponerlas en la mira del depredador más temible de todos: el humano. Tal como sucede ya con el cangrejo azul, o jaiba (como le decimos de donde yo provengo), que infesta las aguas del Delta y que de un tiempo acá sazona arroces y paellas. Quizás la solución consista, al igual que sucede con los toros, en resignificar nuestros actos.   

Poco más tarde ese mismo chico me cuenta que, especialmente en época de siembra, se reúne al alba con sus amigos para espantar a las aves de los campos de arroz. Lo hacen empleando altavoces y obuses de sonido, y los patos y flamencos constituyen su blanco principal. Quizás para un forastero podría parecer sorpresivo, pero por estos lares los flamencos y demás plumíferos se repelen por medio de cañonazos estrepitosos. Resulta un tanto paradójico conciliar el concepto de parque natural con las detonaciones matutinas de los espantapájaros sónicos y los disparos de los cazadores. Me generan una encrucijada mental similar a la que transmiten los parches de cultivos infiltrándose por doquier entre los entramados de vegetación nativa.

Digamos que el caleidoscopio obtenido se aleja de mis expectativas silvestres. Sin embargo, a merced de cómo marchan las cosas en el medio salvaje y de la acelerada explosión demográfica con la que seguimos bombardeando el planeta (sin olvidar la aproximación completamente utilitaria que guía los pasos de la humanidad) esta podría ser la única forma de conseguir conservar algo de naturaleza a largo plazo. Un paisaje hibrido y rentable, sin duda intervenido y alterado, pero que al menos cuenta con remanentes activos de los ecosistemas originales como parte fundamental de su factura.

No sé si estoy listo para contemplar la posibilidad de tener que redefinir el concepto mismo de naturaleza, pero de seguir por la línea que vamos –las reservas forestales cada día más fraccionadas, desconectadas entre sí y constriñéndose paulatinamente–, me temo que muy pronto no nos quedará otra opción. En ese sentido este delta es también una frontera, la de los posibles vestigios del medio ambiente en la era del Capitaloceno.

Supongo que algo similar, pero a nivel geográfico, podría decirse de la región en su conjunto. Tanto por el hecho de figurar como una línea de choque entre realidades encontradas, como por anteceder la avalancha de ese porvenir voraz y extremo que se cierne sobre nosotros, y el cual parece que nos empeñamos en negar imitando a las avestruces que clavan la cabeza en el suelo (o quizás sería más acertado decir: en la pantalla del móvil). Solo que en esta instancia es la frontera misma la que está desvaneciéndose.

Entre la erosión y el retroceso del propio delta (producto de la escasez progresiva de sedimentos debido a las múltiples represas que ahorcan el río tierra adentro) y el desastre climático en auge (con su consecuente incremento del nivel del mar y temporales cada vez más impredecibles), el territorio se ha ido reduciendo a razón de diez metros anuales. Podrá parecer como una tasa poco considerable, pero basta detenerse sobre el margen de la isla de Buda, tal como hicimos el día de ayer en compañía de Guillermo, el propietario de tales confines del delta, para constatar lo frágil que es en verdad esa trinchera donde se libra la batalla contra la marea salina.

Dejémoslo simplemente en que, de seguir esta tendencia, a la franja costera y sus ecosistemas asociados, por no mencionar los cientos de hectáreas de arrozales, podrían quedarles apenas una década de existencia (incluso menos). Lo que vaticina algunos de los primeros conflictos de refugiados climáticos del continente europeo, entre ellos Guillermo… Y por supuesto que ese sería solo el principio, pues con los años esa misma realidad se repetiría en la siguiente franja de cultivos y humedales, y así sucesivamente hasta que toda la región –ni más ni menos que el tercer delta más extenso del mediterráneo– fuera engullida en su totalidad por el mar. Visto de esa manera, no es de extrañar que nuestro anfitrión pierda los nervios ante la inacción y apatía de las autoridades, que se enfrascan en discusiones reiterativas y en decretar la formación de una comisión especializada tras otra, en lugar de tomar acciones concretas.

Pero tampoco sé si estoy completamente de acuerdo en que la solución radique en dragar el fondo del mar para rellenar las costas y así conformar diques, como postula Guillermo que se haga de aquí en adelante en la zona. Algo hay en las medidas tan descaradamente típicas del Antropoceno para neutralizar los impactos generados por nuestra propia especie que me resultan sospechosas. La geoingeniería –o modificación deliberada y a gran escala del clima y/o paisaje terrestre para combatir el calentamiento global– nunca me ha parecido una salida del todo prometedora, y sin duda dragar los fondos marinos para rellenar las costas de forma perpetua encaja perfectamente con ese tipo de emprendimientos.

Vamos, que no creo que la mejor solución al aumento de la temperatura (producto del CO2 y demás gases de efecto invernadero) sea esparcir moléculas en la atmosfera para reflejar los rayos solares, tal y como proponen los defensores de dicha línea de intervención drástica del entorno. Me parece que no se solucionan los problemas, sino que solo se mitigan sus consecuencias, de modo que por un lado el problema persiste ahí, latente, y por otro se genera toda una nueva cascada de afecciones potenciales que posteriormente habría que arreglar con otras medidas de geoingeniería.

Por otra parte, a estas alturas no suena plausible reventar los ciento ochenta y un embalses que impiden el libre flujo del río (con sus sedimentos respectivos), como podría pretender que se hiciera algún frente ecoterrorista. Quiero decir, por mucho que hoy en día tengamos perfectamente claro que la producción de electricidad por medio de hidroeléctricas dista mucho de ser una fuente de energía limpia y relativamente amigable con el ecosistema (como se nos vendió en un principio), para bien o para mal se han establecido nuevos equilibrios a lo largo de la cuenca del río y romperlos de tajo resultaría demasiado costoso. Sin ir más lejos, numerosos poblados y ciudades quedarían bajo el agua. Me temo que en ese escenario «saldría más caro el caldo que las albóndigas», como decimos en México.  

Por último, quedarse con los brazos cruzados mientras que la marea fagocita metro tras metro del territorio tampoco parece una estrategia del todo adecuada; definitivamente no para los pobladores. Así que el embrollo es realmente complejo. De lo que no cabe duda es de que hay que prestar mucha atención a lo que suceda en el Delta durante los próximos años. Ya que aquí, en donde el Ebro se derrama en el mar, se dictaminarán las pautas de acción que se acabarán aplicando en buena parte de las regiones costeras de la península ibérica, y por qué no decirlo sin matices: del mundo.

Al final Mapy y el resto de los pastores consiguieron aplacar el caos vacuno. Los trashumantes volvieron a concentrar todo el rebaño en una sola marea de cuernos y mugidos y guiaron a los animales de vuelta hasta su finca. Un poco más tarde vimos llegar a uno de los jinetes con una vaca que andaba perdida. Ni idea de si esta se trataba del ejemplar que el viejo aseveraba sentir o si era otra fugitiva, pero se antoja reivindicar ese sexto sentido bobino que los de antaño afirman tener. Probablemente una intuición perceptiva que ya no entendemos porque, como casi todo lo demás en estas tierras, está en vías de desaparición. Quién sabe si los de antes tienen aún mucho que enseñar a los de ahora, para que así el pasado pueda seguir permeando en el presente y, con ello, podamos aplazar por un tiempo más las catástrofes que se avecinan.   


[1] Miguel Ángel Feria Bos Primigenius Taurus en «Soplo de vida» antología de animales, edición y prólogo a cargo de Weselina Gacinska. Ojos de sol: poesía, España noviembre 2021.

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