Distrito Feral

Fotos por Francisco Gómez

 

Bestiario de la megalópolis azteca

La rata de la Merced. El cara de niño de San Ángel. La cucaracha gigante del Pedregal. Todos ellos seres emblemáticos de la Ciudad de México. No es precisamente que los encuentros zoológicos inesperados obstaculicen una cotidianidad del todo plácida, a fin de cuentas, si por algo destaca la vida capitalina es por su inagotable salvajismo: tráfico demente, enfermedades gastrointestinales, contaminación ingrata, terremotos, asaltos, secuestros y corrupción en todas sus modalidades. Sin embargo, nada como una alimaña veloz, que se escabulle furtivamente debajo de la cama, para incrementar un par de niveles la neurosis habitual. Quizás no debería de sorprendernos que una variedad considerable de criaturas sobrecogedoras acechen entre el asfalto, después de todo, y aunque a primera vista no resulte evidente, vivimos en una de las urbes más biodiversas del planeta. 

Por supuesto que ganas no han faltado de aniquilar el entorno biológico que nos rodea. En aras del progreso urbano talamos montes, entubamos ríos, desecamos lagos y poco a poco recubrimos centímetro tras centímetro de cemento. Pero la madre naturaleza es persistente. Y pese a la devastación ecológica que conlleva figurar dentro del ranking de las cinco ciudades más grandes y pobladas del mundo, en los escasos remanentes rurales de la megalópolis azteca, aún es posible encontrar animales silvestres. Son los últimos sobrevivientes de las taxonomías nativas que precedieron al asentamiento humano y algunos forasteros exóticos que han hallado su hogar en la caótica selva de concreto.

Para empezar es necesario saber dónde estamos. No en términos socioeconómicos, sino biológicos. La enorme mancha metropolitana del D.F. y su zona conurbana se extiende dentro de la cuenca del Anáhuac: un gran valle de altura, en otros tiempos decorado por cuatro lagos extensos, que queda delimitado por escarpadas cordilleras volcánicas.

Nos encontramos en el corazón del eje neovolcánico transversal, por un lado se levanta la Sierra Nevada, donde descansan el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, por el otro, la sierra Ajusco-Chichinauhtzin. En los extremos opuestos, y ya casi devoradas en su totalidad por la proyección urbana, la serranía de Santa Catarina y la de Guadalupe, con la Basílica a sus pies. Esto le confiere al área un gradiente altitudinal marcado, que va desde los dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar en Xochimilco, hasta cerca de los cuatro mil en las faldas de los volcanes. Y en biología, diferencias de altura significan diversidad de biomas; lo que implica un amplio abanico de nichos ecológicos que explotar. 

Igualmente importante es el hecho de que el Valle de México se localiza sobre una frontera biogeográfica. Un territorio en el que convergen dos ecozonas distintas: el neoártico y el neotrópico, cada una constituida por un tipo de biota particular. Dicho de manera sencilla: La antigua ciudad de los palacios se erige sobre una región de transición en la que podemos encontrar representantes característicos de ambas latitudes. 

Abramos pues este bestiario urbano y comprobemos porqué denominar al Distrito Federal como Distrito Feral no es un acto del todo gratuito.

Arácnidos capitalinos

La primera fiera citadina con la que entré en contacto directo fue una enorme araña peluda. Se trataba de un ejemplar de proporciones generosas, pelaje gris espeso y semblante intimidante. En ese entonces yo tendría unos diez años de edad. El pequeño monstruo aterciopelado se anunció, sin mayor advertencia, sobre las rocas que circundaban la casa de mis abuelos. Nos enteramos de su aparición gracias a los gritos de los vecinos: mis papás, ambos científicos, eran requeridos para solucionar la situación. Para mi fortuna, su intervención devino en que yo fuera otorgado con la grata posibilidad de conservar a la hipnotizante criatura dentro de una cubeta por unos días. Aquel encuentro marcó mi vida. 

Con el pasar del tiempo aprendí que México ocupa el segundo lugar a nivel mundial en diversidad de tarántulas, con aproximadamente 66 especies; todas ellas completamente inofensivas para el humano. En la capital es común encontrar ejemplares del género Aphonopelma en lugares como el Pedregal y Tlalpan, y del género Brachypelma al oriente de la ciudad. Nunca supe exactamente a qué especie pertenecía aquel ser de ocho patas que catalizó mi interés por el reino animal. 

El mundo era muy distinto en aquel entonces, la información no se encontraba tan al alcance de la mano. Si el encuentro hubiera sucedido hoy en día, en cambio, habría bastado mandar una fotografía del espécimen en cuestión a los aracnólogos de la Unidad de Manejo Ambiental “Tarántulas de México,” que ofrecen, a través de su portal de Internet, el servicio gratuito de identificación de organismos encontrados alrededor de toda la República (de igual manera en esta era de redes sociales, actualmente es posible obtener la identificación a través de twitter mandando una fotografía a @Arachno_Cosas). De las tarántulas no hay nada que temer, pero en el D.F. existen dos temibles bestias invertebradas que sí representan un peligro latente. 

Aquellos lectores fanáticos de la lucha libre seguramente recordarán a Emilio Charles Jr., mejor conocido como El Rey del Biutiful. Un gladiador rudo, rudo, rudo que brilló sobre el cuadrilátero con su melena decolorada. Pero es probable que no estén al tanto de por qué se esfumó de las carteleras. Y es que su destreza en el combate no fue suficiente para confrontar al silencioso enemigo de ocho patas: la terrible araña violinista. Fue una pelea ardua que comenzó con una picadura, al parecer inocua, una tarde del 2010 en su casa del Pedregal de San Ángel. Horas después comenzaron los síntomas: una llaga rosada apareció sobre la piel, una extraña úlcera cutánea que comenzó a supurar y crecer. Conforme la herida se extendía incrementaban los males: fiebre, fatiga y náuseas, hasta que el luchador terminó en terapia intensiva. Dos años más tarde, la leyenda del ring murió por fallas renales. Tenía apenas cincuenta y seis años de edad.

Las arañas del género Loxosceles, llamadas comúnmente violinistas, reclusas o del rincón, poseen un poderoso veneno necrótico que inflama y gangrena el tejido, ocasionando una llaga muy difícil de curar. Aproximadamente en el veinte por ciento de los casos el envenenamiento se vuelve también sistémico, referido como loxoscelismo visceral, y el riesgo de muerte se torna entonces inminente. Lo que complica el asunto es que la picadura no suele ser dolorosa, por lo que muchas veces pasa inadvertida hasta que comienzan a presentarse los síntomas. La mala noticia es que son arañas domésticas, suelen habitar en bodegas y áreas oscuras de la casa. No obstante, no son agresivas, los ataques generalmente suceden por accidente. 

Existen reportes que confirman su presencia en Indios Verdes, al norte de la capital, y en Santa Úrsula, en el extremo opuesto. Si no se la ha encontrado en el resto de la ciudad es porque, supongo, no se han buscado debidamente (de hecho, tiempo después de realizar este ensayo, se describió una especie de araña violinista endémica del centro del país, incluyendo la Ciudad de México, se le denominó como Loxosceles Tenochtitlan).  

La buena noticia es que recientemente un grupo de investigación dirigido por el doctor Alejandro Alagón, del Instituto de Biotecnología de la UNAM, desarrolló un suero para su tratamiento. El antídoto de cuarta generación, denominado Reclusmyn, fue creado a partir de toxinas clonadas de veneno, lo cual implica que no fue necesario ordeñar a miles de arañas para obtener la sustancia. 

El otro arácnido mexica, cuya picadura resulta en verdad peligrosa, es la famosa viuda negra o araña capulina, Latrodectus mactans. De cuerpo lustroso y redondo, con patas casi metálicas y el característico reloj de arena rojo brillante sobre su vientre, posee un veneno neurotóxico que ataca al sistema nervioso y puede llegar a causar la muerte de niños y ancianos. Son frecuentes al sur de la ciudad. De igual manera que en el caso de la araña violinista, el antídoto para picaduras de viuda negra, Aracmyn plus, es también cortesía del doctor Alagón y su grupo de investigación 

El hecho de que la mayoría de arácnidos capitalinos no sean peligrosos no significa que no puedan llegar a incomodar. En su estudio Diversidad de arañas asociadas a viviendas en la Ciudad de México, el investigador del Instituto de Biología de la UNAM César Gabriel Durán-Barrón, concluyó que en cada casa de la capital mexicana habitan en promedio cinco especies arácnidas distintas. De las más de mil arañas recolectadas durante esta investigación, la que se encontró con mayor frecuencia fue la patona, Physocyclus globosus, seguida por la falsa viuda negra, Steatoda grossa.

Morada de cascabeles y lagartos

Muchos años después del encuentro con mi primera fiera urbana, tuve un tropiezo, que casi termina en tragedia, con un tipo distinto de zoología oriunda de la capital. Cursaba el cuarto semestre de la carrera de biología y visitábamos el Ajusco, un volcán al sur de la ciudad, para hacer un inventario de los reptiles y anfibios presentes. No habíamos subido mucho todavía, cuando una compañera de clases se encontró con una víbora de cascabel. La serpiente se hallaba enroscada debajo de un seto de pasto, era pequeña, color café claro con patrones intrincados en rojo vino y mirada amenazante. 

Me propuse voluntariamente para atraparla. La academia requería que el ejemplar fuera pesado y medido. No resultó demasiado difícil, el día aún no calentaba y el animal se mostraba algo aletargado y con pocas ganas de dar pelea. Sujeté a la criatura por la cabeza mientras tomábamos los datos de longitud correspondientes. Después era necesario meterla dentro de un saco de lona para poderla pesar. 

El problema fue que sólo contábamos con sacos pequeños, lo que significaba que habría que improvisar y realizar una maniobra riesgosa: meter la mano que sujetaba la cabeza del espécimen dentro del saco y después cambiar el agarre por la mano que se encontraba afuera. El nivel de dificultad aumentaba porque la transacción sucedería a ciegas. Nerviosamente comencé la operación y justo en el momento del intercambió de manos sentí un pinchazo en el pulgar. Apreté la mandíbula y terminé la tarea con taquicardia y angustia. Al cerrar el saco la sangre que emanaba de mi dedo se hizo evidente. La maestra palideció. Pero la suerte quiso que ése no fuera mi día. No sentía dolor alguno, por lo que, pasados unos minutos, concluimos que la perforación había sucedido con uno de los dientes inferiores y no con los colmillos que inyectan el veneno. Al parecer la bala sólo había pasado rozando. 

De acuerdo con Eduardo Cid, veterinario encargado del vivario de la FES Iztacala, en el D.F. existen seis especies distintas de víboras de cascabel. Los bosques de las zonas elevadas, como el Ajusco, son los dominios de la cascabel pigmea, Crotalus ravus, y de la de montaña, Crotalus triseriatus. Mientras que las zonas bajas, como Xochimilco, son el terreno de la cascabel de pantano, Crotalus polystictus, cuyo bello patrón moteado también le ha hecho ganar el mote de cascabel jaguar. Otras especies reportadas son la cascabel de Querétaro, Crotalus aquilus, y la gravemente amenazada cascabel de bandas cruzadas, Crotalus transversus. Pero posiblemente la más destacada sea la que aparece en la bandera nacional: la cascabel de cola negra, Crotalus molossus. Víboras imponentes con escamas triangulares delineadas que alcanzan el metro veinte de longitud y que pueden ser vistas en el pedregal de Ciudad Universitaria.

Todas las mencionadas poseen fosetas termosensibles y colmillos retráctiles que inyectan veneno hemolítico –que literalmente licua el tejido de sus víctimas– a la manera de una aguja hipodérmica. Esta poderosa toxina es capaz de finiquitar a un adulto promedio en un lapso de cinco horas si no se administra antídoto. Sin embrago, los accidentes mortales en la capital son escasos. Es difícil saber cuántos exactamente, la Secretaría de Salud no lleva un récord del todo confiable, pero es probable que la media no rebase un par de defunciones por año.

Además de las cascabeles, en la Tenochtitlán contemporánea abundan un gran número de serpientes inofensivas que van desde las Thamnophis, clásicas culebras de agua que se venden en los acuarios, hasta las de hocico moteado del género Salvadora. Quizás la más famosa sea el cincuate o alicante, Pituophis depie, una culebra color amarillo mango con patrones negros y rojos que puede llegar a medir más de dos metros de largo y a la cual se le atribuye, de forma errónea, el robo de la leche de mujeres en etapa de lactancia. El mito narra que los cincuates se aproximan sigilosamente por las noches, desplazan a la cría sin que mamá se dé cuenta y succionan la teta obteniendo el elíxir nutritivo mientras que, ofreciendo su cola como chupón, entretienen al bebé para que no llore. 

Tristemente no es la única creencia popular que resulta desfavorable para los organismos de sangre fría chilangos. A muchas especies se les achacan males potenciales. A los ajolotes, por ejemplo, se les culpa de embarazar a las mujeres cuando se bañan en el lago. Y algunas lagartijas, como Barisia imbricata, son falsamente acusadas de picar con la cola. Esto, en combinación con el activo mercado de mascotas exóticas, ha ocasionado que la población de algunas especies se reduzcan de manera vertiginosa. En prácticamente todos los tianguis de la ciudad es posible encontrar puestos dedicados a la venta informal de animales. Con nombres llamativos como dragón enano vietnamita, tortuga payaso o falso camaleón, se ofrecen reptiles locales colectados de manera ilegal. La explotación ha sido a tal escala que los lagartos cornudos, del genero Phrynosoma, se consideran ahora, de acuerdo con datos de la Semarnat, gravemente amenazados; como también lo están la mayoría de especies de lagartos de los géneros Abronia y Barisia, así como distintos tipos de tortugas oriundas de la capital, por ejemplo las del género Kinosternon, y numerosos anfibios.

Seres del pantano mexicano 

Mi mamá cuenta que cuando era chica las ranas eran una constante en el jardín. En los charcos que se formaban durante la temporada de lluvias era posible ver miles de diminutos renacuajos. Y no es que mi mamá creciera en el campo, ni que nos estemos refiriendo a principios de siglo. La casa estaba en una avenida transitada del sur de la ciudad y corrían los años sesenta. Durante el tiempo que ha transcurrido desde esa escena hasta el día de hoy, se ha manifestado un cambio drástico. Los cantos de las ranas ya no se mezclan con los del tráfico y los renacuajos no pululan por los estanques estacionales, creados por las trepidantes precipitaciones características de la capital mexicana. Ha sido una debacle de alcances globales, quizás imperceptible para el grueso de la población, pero no por ello menos atroz: el Apocalipsis anfibio. 

La fragmentación del hábitat, la desecación de los lagos y la extrema contaminación de los cuerpos acuíferos de la zona metropolitana han diezmado las poblaciones de ranas y salamandras, al punto de prácticamente erradicarlas por completo. Algunas, como la rana de Tlaloc, Lithobates tlaloci, antes sumamente abundante en la cuenca del Anahuac, ya han desaparecido por completo del medio natural; otras se encuentran en crítico peligro de extinción. Tal es el caso de dos especies endémicas del Valle de México, cuya población actual se limita a apenas unos centenares de individuos restringidos a fracciones pequeñas del área urbana. Una de ellas es la rana fisgona de labios blancos, Eleutherodactylus grandis, que ya sólo puede ser encontrada en el Pedregal de San Ángel y cuyos números declinan año tras año. Y la otra es el emblemático axolotl, Ambystoma mexicanum, considerado por muchos el anfibio más sobresaliente del mundo y cuyos escasos últimos supervivientes hoy batallan por sobrevivir en los canales de Xochimilco. 

La situación actual de este magnífico organismo, que hasta principios de siglo se contaba por decenas de miles, es tan desesperada que algunos investigadores lo consideran ya perdido. En censos recientes se ha estimado que la población silvestre probablemente ni siquiera llegue a los cien ejemplares, mismos que están confinados a una de las áreas naturales más deterioradas de la ciudad; lo cual torna su conservación una empresa prácticamente imposible de lograr, pues, si no se salva el entorno, la viabilidad de la especie está en jaque. 

¿Cuál es el interés de mantener con vida a una especie si su existencia estará condenada para siempre al cautiverio? La respuesta es tema de debate, sin embargo, para numerosos anfibios no queda suficiente tiempo como para encontrar una resolución. Encierro o extinción, a eso es a lo que hemos orillado a las fieras del pantano. Y aquéllos que consideren la cuestión como si fuera de lesa relevancia para la humanidad no podrían estar más equivocados. Los anfibios, además de figurar como organismos clave para la investigación científica, prestan un servicio ecológico de importancia inconmensurable: mantienen a raya a las poblaciones de insectos, que constituyen su dieta. 

El factor de que ya no sea frecuente encontrar renacuajos o ajolotes en los cuerpos de agua dulce tiene una consecuencia directa: más moscos. Y un mayor número de moscos conlleva implícito un incremento en el riesgo de trasmisión de las enfermedades para las que estos insectos sirven de vector. Males como el dengue y la chikungunya, que en tiempos recientes han registrado un aumento considerable de casos en la capital y comienzan a figurar como un problema de salud serio, de alguna manera están estrechamente relacionados con la disminución de anfibios. Si acaso, al menos por eso, debería interesarle a todo ciudadano conservar a los anuros y urodelos.

El ave de la bandera y el gorrión serrano

La primera vez que escuché que en el aeropuerto Benito Juárez se utilizaban halcones entrenados para limpiar el espacio aéreo de otras aves que podrían presentar una amenaza para las aeronaves, me mostré un tanto escéptico. Un amigo me lo dijo así: “¿Sabes de qué magnitud sería el impacto generado por la colisión de un avión, que se desplaza a setecientos kilómetros por hora, contra una parvada de palomas que vuelan en dirección contraria? Los ingenuos pájaros serían como granadas. Por eso es que los asustan empleando aves de presa”. 

Resultó que era cierto, tanto en la capital como en varios otros aeropuertos del país, la estrategia es puesta en practica cotidianamente. El amigo que me contó esto se llama Jerónimo Berruecos, biólogo obsesionado por la biogeografía y posiblemente una de las personas que más sabe sobre la biota de la capital mexicana. Persona adecuada para indagar sobre las especies que componen el emblema nacional: el ave poderosa que devora a una serpiente posada sobre un nopal. Leyenda clásica, y dicho sea de paso, de veracidad improbable, sobre la fundación de Tenochtitlán. 

El consenso generalizado, avalado por la Secretaría de Gobernación en el segundo capítulo de la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, es que las especies que integran el lábaro patrio son un águila dorada, Aquila chrysaetos, y una serpiente cascabel de cola negra, Crotalus molossus. Con respecto a la serpiente no parece existir mayor debate, sin embrago, desde los años sesenta, algunos ornitólogos destacados, como Rafael Martín del Campo, han cuestionado la identificación del ave; o, al menos, lo han hecho con respecto a aquélla que pudo haberse presentado frente a los migrantes provenientes de Aztlán. 

La razón principal de este cuestionamiento tiene que ver con la distribución natural y los hábitos del ave en cuestión. Las águilas doradas son típicas del hemisferio norte de la Tierra, particularmente de los ecosistemas de alta montaña. Se han registrado pocos avistamientos de la especie más al sur que Sonora y, aún cuando sería teóricamente plausible que algún ejemplar despistado haya llegado a aparecerse por el barrio mexica, lo más factible es que no hubiera descendido hasta los islotes del lago de Texcoco y mucho menos que hubiese detenido su vuelo sobre una cactácea. El segundo problema es la relación de tamaño: “O se trataba de un águila bebé o de una serpiente gigante”, dice Jerónimo. Las águilas doradas son animales corpulentos, su envergadura rebasa con facilidad los dos metros de largo, con las alas extendidas. Por lo que, si tomamos en cuenta que las cascabeles de cola negra rara vez sobrepasan el metro veinte de longitud, se hace evidente que existe un conflicto de escala.

 ¿Pero entonces qué es?… Martín del Campo piensa que podría tratarse de un quebrantahuesos mexicano, Caracara cheriway; un ave de presa de tamaño mediano que antiguamente predominaba en la cuenca del Anáhuac. Jerónimo, por su parte, opina que la identidad del plumífero patriótico responde más probablemente a la de un gavilán. Considera que podría ser o bien una aguililla de cola roja, Buteo jamaicensis, o una aguililla de Harris, Parabuteo unicinctus; ambas especies también referidas comúnmente como halcones y que habitualmente encontramos en el Valle de México. Actualmente es posible avistar representantes de estos dos tipos de rapaces en varias delegaciones de la ciudad. 

Según Macario Arteaga, globero que desde hace quince años trabaja en la plaza de Coyoacán, son seis los individuos que habitan en la zona alimentándose de ratas, ardillas y palomas. Colonos de la colonia Nápoles, también al sur de la ciudad, han reportado que al menos dos parejas anidan en las copas de los árboles del Parque Hundido, y también en el bosque de Tlalpan e Iztapalapa es frecuente escuchar sus enigmáticos graznidos. 

En total están reportadas aproximadamente 350 especies de aves en el D.F., de las cuales alrededor del cuarenta por ciento son migratorias y el resto residentes. Colibríes, garzas, zanates y carpinteros. Pero posiblemente el más especial sea el gorrión serrano, Xenospiza baileyi, ya que es endémico de la capital y actualmente sólo habita en algunos pastizales de Milpa Alta.

Musarañas, teporingos y murciélagos

Probablemente los animales más afectados por el trepidante desarrollo urbano, además de los anfibios, sean los mamíferos de mayor tamaño. En el sentido de que requieren de territorios extensos de vegetación para poder sobrevivir. Son ya más bien escasos los registros de gato montés, venado y coyote, en las zonas adyacentes al D.F., y prácticamente nulos los de puma, oso negro y lobo, que hasta los años cincuenta aún era posible encontrar merodeando por las distintas serranías. 

El cacomixtle, Bassariscus astutus, un curioso animal nocturno que parece una mezcla entre mapache y gato con cola larga anillada, figura entre nuestros animales más connotados. Aunque antes era usual verlo en toda la ciudad, ahora sólo habita en el Bosque de Chapultepec, la reserva de la UNAM y en áreas periféricas como el Desierto de los Leones. Tampoco es tan común encontrarse al resto de mamíferos medianos oriundos del Valle de México: armadillos, mapaches, tejones, zorrillos, comadrejas y tlacuaches (también conocidos como zarigüeyas, únicos marsupiales presentes en el nuevo mundo).

Quizás las musarañas no sean muy conocidas. Sus hábitos fosoriales y carácter esquivo las mantienen lejos de la luz pública, pero es relevante mencionarlas pues son los mamíferos carnívoros más pequeños que existen. También habría que enlistar al teporingo o zacatuche, Romerolagus diazi, un conejo de orejas reducidas endémico del área de los volcanes.

Los murciélagos están representados en la capital, de acuerdo con Laura Navarro Noriega —coordinadora del área de educación y comunicación ambiental del Programa para la Conservación de los Murciélagos de México—, por dieciséis especies. Algunos utilizan los túneles del drenaje profundo y el metro como guarida, otros pasan el día escondidos en cuevas y árboles, o en edificios y estructuras de anuncios espectaculares. Muchos de ellos prestan servicios ambientales importantes para la ciudad: los que se alimentan de néctar, por ejemplo, polinizan a las plantas; y los insectívoros limpian las calles de bichos. Podrá sonar como algo poco remarcable, pero hay que tomar en cuenta que un murciélago hambriento puede devorar hasta tres mil insectos por noche.

Por último queda nombrar a un animal tan abundante en la megalópolis que sus números superan con creces a los de la población humana. Jorge Francisco Monroy, de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la UNAM, estima que por cada ciudadano capitalino existen aproximadamente diez ratas. Lo que implica que compartimos la ciudad con más de doscientos millones de roedores. Alejandro Velasco Said, médico veterinario del Centro Antirrábico del D.F., afirma que esta situación es como estar sentados sobre una bomba de tiempo y lo peor es que no estamos haciendo nada concreto para desactivarla. Quizás una posible solución, al menos desde mi punto de vista, sería dejar de matar a las serpientes para que ellas se ocupen del resto.

Brigada de vigilancia animal

No podríamos cerrar este breve catálogo de bestias urbanas sin mencionar qué podemos hacer en caso de tener un encuentro afortunado o desafortunado, según sea el caso, con la fauna silvestre de la Ciudad de México. La Brigada de Vigilancia Animal es el órgano de la policía encargado de brindar auxilio en tales instancias. Aunque generalmente lidian con denuncias de tráfico, maltrato, o gatos que se trepan a los árboles y no saben cómo bajarse, el personal también está capacitado para manejar fieras salvajes. Aproximadamente veinte por ciento de las llamadas que atienden anualmente tienen que ver con los organismos mencionados en este ensayo.  

 

Reportaje original publicado como: 

Los verdaderos sobrevivientes de la megalópolis azteca, Revista Vice México Vol.7 No.8, pp. 88-95.

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