Las muertes de mapache y cuatro apuntes sobre Felis silvestris catus

La tercera vez que Mapache murió se cayó desde un cuarto piso. Sucedió en la noche. No estábamos en casa. Cuando regresamos al departamento ya de madrugada, solo quedaba de él una ausencia desconcertante y un balcón con barandales estrechos y ominosos. Sospechamos de Veneno, nuestra otra gata, que siempre había mostrado signos de padecer de sus facultades mentales y en ese momento sus insaciables demandas de cariño humano se perfilaban como móvil plausible para el crimen fratricida. O quizás Mapache ya no soportaba más a su psicótica compañera de alcoba y completamente desquiciado había resuelto desafiar al abismo por voluntad propia. Y también cabía la posibilidad, nada remota, de que todo se debiera a un infortunio de caza; un despeñadero catalizado por el vuelo de algún gorrión despistado o una mosca. 

Asesinato, suicidio o accidente, ¿qué más daba?, el hecho era que Mapache, noble mamífero con el que habíamos convivido durante los últimos años, ya no estaba con nosotros y tampoco había un cadáver sobre el cual posar las penas. 

Resonancias felinas, con ecos de su pelaje gris atigrado y contorno prominente, se manifestaban en los sitios preferidos del miembro de la familia recientemente desaparecido conforme la sorpresa se transformaba en desasosiego. Dos, tres días y luego cinco, sin que los numerosos anuncios desplegados por las calles aledañas surtieran algún efecto. Promesas de recompensa inútiles. Vecinos que no vieron nada. Veterinarias repletas de falsos positivos. Rastros de croquetas estilo Hansel y Gretel, que desperdigamos ingenuamente por el barrio para guiar hacia la puerta de nuestro edificio, solo consumidos por las ratas. 

Una búsqueda infructuosa tras otra. Siete, ocho días. Frustración, impotencia, esperanzas menguando hasta alcanzar los gordos linderos de la resignación. 

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Un estudio basado en reportes veterinarios sobre gatos domésticos que han caído de edificios en Nueva York, reportado por Radiolab y actualmente en desarrollo, conjetura un hecho curioso con respecto al piso desde el que cae el felino: si la caída sucede entre los pisos uno y cuatro por lo general el organismo sobrevive, de igual manera que si el desplome corresponde a un octavo piso o superior, pero no así si esto sucede entre el quinto y el octavo, intervalo donde la incidencia de eventos fatales es la mayor. 

Es decir que, por improbable que pueda parecer, es más factible que el accidentado viva para contarlo si cae desde el piso doce que desde el seis. La razón de esto aún no es del todo clara, algunos expertos opinan que podría tener que ver con la resistencia del viento o quizás con la tensión muscular a la hora del impacto, bajo el supuesto de que a partir de cierta altura los felinos en caída libre se relajan y así sufren menos daño al estrellarse contra el suelo.

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La primera vez que Mapache había perdido la vida aún era bastante joven. Tendría alrededor de ocho meses de edad y comenzó a experimentar dificultades severas para orinar: se revolcaba consumido por el dolor de tener el vientre inflamado por líquido retenido y cuando por fin rompía aguas lo hacía dentro de un charco de sangre. Hasta que el animal terminó inconsciente en la sala de emergencias. Diagnóstico veterinario: piedras en el riñón con el agravante considerable de que, a pesar de su rotundo físico, al parecer Mapache poseía uno de los penes más pequeños concebibles dentro de las posibilidades anatómicas gatunas. 

Solución: sonda urinaria en repetidas instancias y desde entonces alimentarlo exclusivamente con croquetas especiales para evitar el quirófano. Dieta estricta y de precio elevado con la que, evidentemente, no contaba nuestro gato ahora que estaba extraviado. Una más de las razones que nos habían llevado a, diez días después de su desaparición, tirar la toalla y darlo completamente por perdido. Pero entonces sucedió lo improbable. 

Domingo por la mañana, el timbre taladrando con insistencia el sueño de la borrachera. Boca seca, dolor de cabeza, oído dispuesto de mala gana: 

–Joven, joven –reconocí la voz del señor Barajas, el mecánico de la esquina–. Tenemos a su gato. Córrale, baje que se quiere escapa… 

Sobresalto, la incredulidad debatiéndose con el anhelo al tiempo que los fríos escalones se escurrían bajo mis calcetines. Inevitable sentir también temor a la honda desilusión implícita en que el ejemplar susodicho en realidad no fuera nuestra mascota. No obstante, en el instante preciso que la gran silueta entró en mi campo de visión, los pensamientos funestos se disiparon de golpe. Parecía como si hubiera sobrevivido a un cataclismo, se le veía famélico, con la mandíbula dislocada y el semblante trastornado, pero definitivamente se trataba del buen Mapache. 

La señora de la papelería, esposa de Barajas, lo cargaba estoicamente en brazos mientras que el felino daba batalla por liberarse. Al recibirlo, pude constatar las huellas que la fiera había dejado impregnadas sobre los brazos carnosos de su salvadora; rasguños profundos y dentelladas sanguinolentas, que alcanzaron toda su magnitud al revelarse que la afectada era diabética. Sin embrago, en ese momento mi atención estaba totalmente concentrada sobre la pata delantera del gato: tenía una fractura expuesta con el hueso ya podrido.

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Investigaciones recientes siguieren que el proceso de domesticación del gato, Felis silvestris catus, pudo haber comenzado desde hace nueve mil años en el Medio Oriente. Se trató de un evento peculiar en lo que a domesticaciones refiere, ya que fueron ellos los que nos adoptaron a nosotros y no al revés. Al parecer, los antepasados silvestres de los gatos que ahora nos son familiares, encontraban tanto alimento en la proximidad de los asentamientos humanos que les mereció la pena vencer su naturaleza furtiva. Y dado que buena parte de su menú constituía de organismos poco favorecidos por el hombre, principalmente roedores, la asociación de mutuo beneficio entre especies no tardó mucho en encontrar cimientos sólidos.

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La segunda ocasión en que Mapache tocó las puertas del inframundo tuvo que ver con un perro. No con un canino grande ni con un ataque o pelea descarnada, sino con una ridícula “Pomerania miniatura” de nombre Kupa. Esto sucedió cuando pasamos una temporada larga trabajando en el extranjero y dejamos a Mapache en casa de una amiga. 

A lo largo de los poco más de cuatro meses que ambos cuadrúpedos compartieron territorio parecieron entablar una relación jovial, podría decirse incluso que con tintes de amistad. Pero no nos equivoquemos. Una cosa es la tolerancia forzada por la mano que da comer y otra muy distinta el agrado verdadero. Sin olvidar que, exceptuando a los leones, los felinos en estado salvaje tienden a ser solitarios. El caso es que aquellas señas que bajo una visión antropomórfica se interpretaban como muestras de cariño, en realidad constituían tensos acercamientos; la guardia siempre en alto, músculos constreñidos, amagos persistentes en busca de imponer la jerarquía. 

Resultado: debido al estrés cotidiano, Mapache desarrolló un cuadro agudo de sarna en el oído interno. Tratamiento: varias sesiones de lavado quirúrgico bajo los peligrosos efectos de la anestesia general. Pronóstico no muy alentador siendo que el centro respiratorio de los gatos es especialmente proclive a fallar durante el letargo farmacológico, justo como aconteció en su última intervención de limpieza en la que Mapache fue declarado clínicamente muerto por varios minutos. No hace falta mencionar que al final la libró, aunque solo fuera para regresar a esa misma sala de operaciones años después con la pata podrida. 

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Durante la edad media los gatos fueron presa de persecución cruenta en el continente europeo. Mentes inquisidoras dictaminaron que los felinos eran animales propios del demonio: mascotas de brujas que debían de arder en hogueras junto con sus dueñas. Esta cacería desbocada ocasionó un auge trepidante en las poblaciones de ratas y gerbiles locales, cuyas pulgas fungieron como vector para desatar la brutal pandemia de la “Peste negra” en el siglo XIV.  

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No había duda, la fracción del hueso expuesta estaba perdida. De qué tanto hubiera avanzado la osteomielitis dependería si su extremidad podía ser salvada o habría que amputar. El veterinario cortó aproximadamente dos centímetros de hueso, limó médula, drenó tejidos, insertó clavos e inmovilizó la pata. Durante el transcurso del siguiente mes Mapache arrastró consigo una masa de alambres que, disparándose desde su antebrazo, generaban la estampa de tratarse de un pequeño pozo petrolero. 

Poco después, cuando el yeso y alambres tuvieron que ser removidos de manera temprana por haberse enredado en una cobija, comenzó el calvario de las férulas. Despertar para encontrar la extremidad hinchada como estrella de mar producto del ahorcamiento con las vendas o llegar a casa para sorprender el trasto de agua volcado y al animal con la pata empapada y en riesgo inminente de entrar en vías de descomposición. Una visita al veterinario tras otra. Dos, tres, cuatro y luego cinco intervenciones de emergencia con anestesia general rigurosa. En cada una de ellas aumentando el riego latente de que, en esta ocasión, su golpeada anatomía ahora sí ya no aguantará más. 

Sin embargo, la entrañable bestia se negó a fenecer. Quizás haya desarrollado una adicción marcada por los opioides de uso veterinario, pero Mapache, Lázaro de los gatos, aún está vivito y coleando. O, mejor dicho, “vivito y cojeando”, pues tras más de un año de batallar con férulas, cabestrillos y vendajes ortopédicos sus huesos nunca soldaron del todo, su pata delantera quedando desfigurada con una inquietante forma de letra S. Y en puerta se avecinan nuevos retos, personificados en una pequeña cría humana, una bebé energética y despiadada de reciente llegada al hogar que promete poner a prueba sus notables dotes de supervivencia y gastar otro par de sus nueve vidas. 

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Actualmente los gatos se erigen –con más de seiscientos millones de ejemplares domésticos y al menos el doble en estado feral– como la mascota más común a nivel mundial; superando incluso a los perros, cuya figura no es favorecida por las naciones musulmanas. Su incremento en números ha traído dos consecuencias significativas: por un lado, su introducción en distintos entornos silvestres ha probado ser funesta para la ecología (erigiéndose como una de las peores amenazas que confronta hoy día la biodiversidad global), y por el otro, figurando como vector de contagio del esquivo Toxoplasma, un protozoario parasítico propio de ratas y felinos que infesta tangencialmente al humano y que en este momento se estima se alberga en el cerebro de un tercio de la población de Homo sapiens.  

 

Relato publicado como: Las muertes de Mapache relato en revista ERAS No. 1, pp. 10-14

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