De invasiones bárbaras y pesadillas biológicas

La gran muralla china. Delirio de ingeniería. Fortificación de proporciones dantescas –visible incluso desde el espacio estelar– que en sus tiempos de gloria se extendía como una alucinación febril hacia el horizonte hasta rebasar los 21 mil kilómetros de longitud. Probablemente la mayor proeza arquitectónica de nuestra estirpe; siglos de construcción y más de diez millones de vidas perdidas entre sus cimientos. 

¿Qué motivó a los emperadores del lejano oriente a maquinar tan hozada fantasía pétrea? ¿Acaso existía explicación más allá de la demencia hereditaria atrás de sus enigmáticos designios? Aunque quizás se podría estar tentando a proponer que no se trató de otra cosa que un impulso incontrolable por llevar su siempre extraordinaria paciencia hasta sus últimas consecuencias, la respuesta acertada reside en asuntos de índole bastante más urgente: mantener a los invasores, en este caso las uestes de los poderosos bárbaros mongoles, del otro lado del muro. 

Los antiguos maestros de la intriga política, el libro de las trasfiguraciones y las artes marciales tenían una cosa clara, si fracasaban en el intento de repeler a los agresores, su reino se vería masacrado; los forajidos arrasarían con las tierras, acabarían con el sustento, asolarían a la población y los despojarían de sus riquezas. Posiblemente incluso forzándoles a salir huyendo de su hogar milenario y poniendo la subsistencia del linaje en graves aprietos.    

El término bárbaro proviene del griego (βάρβαρος), significa literalmente “el que balbucea”, los helenos lo empleaban para referirse a aquellos forasteros que no hablaban el idioma local y cuyos vocablos a sus oídos se limitaban a peroratas sin sentido. Más tarde los romanos llamaron de esta manera a una serie de naciones belicosas provenientes del este –entre ellas, una vez más, clanes de aguerridos mongoles– que ocuparon su imperio. La expresión suele aplicarse a la persona que es violenta, cruel o actúa sin compasión y también se utiliza para designar un grado bajo de civilización o cultura. Dejando de lado la acepción peyorativa del término, y con plena conciencia de que la acusación opera en múltiples direcciones –dependiendo de las filas a las que nos sumemos la otredad resultante–, robemos por un momento el concepto para el asunto que ahora nos atañe: las invasiones biológicas.

Se denominan como especies introducidas todas aquellas presentes en un entorno dado que no sean nativas de este; es decir, organismos exóticos para el bioma cuyas áreas de distribución natural no coincidan con las coordenadas geográficas del sitio. Entes foráneos, bárbaros taxonómicos, invasores con dotes evolutivos desconcertantes para los moradores originales. Depredadores ansiosos, herbívoros compulsivos, vegetaciones tóxicas o algas avasallantes. Sujetos desconocidos que irrumpen la relativa estabilidad del sistema, profanan la distribución habitual de los nichos ecológicos y ponen la red trófica de cabeza. Colonizadores provenientes de reinos apartados que –de forma similar a las sagas de guerra y conquista propias de la humanidad– arrebatan el sustento, saquean los recursos, imponen una competencia asfixiante por la supervivencia y en los casos más extremos persiguen hasta la erradicación total a los distintos seres autóctonos afectados.  

De acuerdo con la UNEP (Programa de las Naciones Unidas para el medio ambiente, por sus siglas en inglés) las especies introducidas fungen, hoy en día, como la segunda mayor amenaza para la biodiversidad a nivel mundial. Su rotunda capacidad para generar estragos sobre la abundancia imperante, es apenas superada por la trepidante devastación del medio silvestre; ambos motores decisivos de extinción y culpables, en gran medida, del obsceno cataclismo ambiental que, gracias al Homo sapiens, devora al planeta. 

No es que los ecosistemas no cuenten con sus propias murallas para evitar el asedio de feroces extranjeros; baluartes minerales en forma de montañas y sierras escarpadas, abismos profundos e infranqueables, vastos océanos y desiertos de arenas calcinantes figuran en conjunto como barreras naturales que separan un entorno específico de los demás y mantienen a salvo y a la vez a raya a sus habitantes. De igual manera que en una dimensión más pequeña los factores abióticos (temperatura, humedad, elevación, tipo de sustrato, etc.) determinan que tipo de biota regional puede o no traspasar sus linderos y establecerse en el área. 

Sin embargo, como tiende a ser norma en menesteres de carácter orgánico, podemos contar con la mano infalible del hombre para alterar el esquema: brindando ayuda a los invasores así sean involuntarios para que salten los muros, penetren las fronteras cual caballo de Troya y den inicio a la debacle. Edenes prístinos profanados por las fauces de los bárbaros que nos escoltan; gatos, perros, cerdos, cabras y demás fieras domesticas que convierten la rica variedad local en festín. Granos, frutos y pastos favorecidos por nuestros cultivos diseminándose a placer dentro de santuarios inmaculados.

Por supuesto que la cuestión no termina ahí. El bestiario de especies introducidas no se limita únicamente a aquellas amaestradas por el mono parlante. Al contario, el grueso del catalogo incumbe ejemplares salvajes translocados desde sus localidades de origen por nuestras acciones. Ya sea de manera premeditada (como en el caso de los enormes sapos marinos en Australia, introducidos a la isla-continente para acabar con cierta plaga de escarabajos, pero al poco tiempo encarnando una calamidad mucho peor que la de los insectos); accidental (como lo que sucede con el agua que funge como lastre de los barcos que arrastra consigo miles de larvas y organismos pequeños para posteriormente liberarlos del otro lado del océano); por ingenua idiotez (como todos aquellos dueños de mascotas exóticas irresponsables que liberan a sus cautivos cuando se cansan de cuidarlos) o con tintes francamente maquiavélicos (como el drama suscitado en el lago Victoria por la introducción de la perca del Nilo con finalidades comerciales). 

El caso es que el humano se destaca como el principal vector de propagación para la introducción de especies a nuevos territorios. Animales, plantas, hongos y microorganismos. Pioneros que en algunas ocasiones encuentran en el contexto antes inexplorado terreno fértil para florecer, multiplicándose a mansalva debido a la falta de depredadores y patógenos que limiten sus números. 

Para aquellos que se declaren plenamente antropocéntricos y que consideren la biodiversidad como una propiedad de lesa relevancia, quizás sea importante saber que las especies introducidas también tienen impactos drásticos sobre la sociedad. Destrozan cosechas, acaban con especies importantes para las economías regionales y causan perdidas netas anuales en el orden de los cientos de millones de dólares. Sin duda, uno de los ejemplos más perturbadores de estos alcances, es el sombrío cuadro que se registra actualmente en el Caribe con la invasión del pez león. Un pez venenosos, indudablemente atractivo y sumamente resistente, originario de Asia y Oceanía, que desde su primera aparición en aguas americanas, durante los años noventa, ha suscitado una hecatombe ecológica y social sin precedentes. Los arrecifes coralinos totalmente devastados y las poblaciones de miles de especies muchas de ellas comerciales diezmadas por su aparición; trastornos con implicaciones directas sobre el turismo, que conllevan ruina monetaria y ponen la seguridad alimentaria en jaque. Circunstancias que se repiten a lo largo y ancho del Caribe, afectando severamente a millones de ciudadanos de más de veinte países de la zona.

En el documental La pesadilla de Darwin, el realizador austriaco Hubert Sauper retrata el complejo y sórdido panorama que rodea al lago Victoria, África, después de que en los años sesenta se introdujera la perca del Nilo con fines de crear una pesquería industrial. La perca o blanco del Nilo, es un pez de talla grande y voracidad notable, originario de Etiopía, que desde hace unas décadas representa una de las especies de mayor comercialización en Europa y el resto de occidente. Lo que devino a su introducción fue una catástrofe lamentable que todavía no termina de tocar fondo: más de doscientas especies de peces cíclicos endémicos del lago se extinguieron, con lo cual millones de pescadores locales y sus familias, de por sí ya pobres, perdieron su sustento. Con el hambre aumentó la drogadicción infantil, la prostitución, el crimen y la violencia; la gente se vio forzada a exterminar las poblaciones de animales salvajes de los alrededores para no morir de inanición y surgieron milicias. El negocio resultó jugosos para occidente que, además de explotar al cruento pez cuya producción alcanza las 500 toneladas de filetes diarias, aprovechó la red de trasportes aéreos para establecer una prolífica ruta de trafico de armas hacia África y sus decenas de conflictos bélicos en activo. 

  Pesadilla zoológica semejante debida a peces foráneos es la que prosiguió a la introducción de tilapias y carpas en los canales de Xochimilco a finales de los años setenta para impulsar las pesquerías locales. Hecho que, aunado al deterioro ambiental subsecuente, ha probado ser determinante para sentenciar de muerte a una criatura endémica de esos lares y uno de los anfibios más sobresalientes sobre la faz de la Tierra: el ajolote mexicano, que confronta un riesgo crítico de extinción y que, junto con los humedales en donde habita, podríamos proponer manifiesta los últimos destellos de lo que alguna vez fue Tenochtitlán. 

Los ecosistemas isleños son particularmente propensos a sufrir daños por la llegada de entes ajenos a ellos; el asilamiento, alto grado de adaptación de los organismos, limite de recursos y espacio los torna en escenarios sumamente frágiles a la hora de alterar sus ciclos biológicos. Quizás el caso más desgarrador en territorio mexicano sea el acontecido en isla Guadalupe, denominada por algunos científicos como las Galápagos del hemisferio norte, pues su biota peculiar es única en el mundo, con numerosas especies endémicas. Tristemente desde que fueron introducidas cabras, gatos y ratones muchas de estas fueron condenadas a la extinción. 

Podríamos seguir citando ejemplos: pitones asiáticos en los Everglades de Florida, acociles mexicanos en los ríos de Europa, mangostas hindúes en las islas Mauricio, camaleones africanos en Hawai, eucaliptos australianos en los bosques americanos, felinos, caninos, roedores y rumiantes domésticos en prácticamente todos los remanentes silvestres del planeta.

Si resultara apelativo saber más sobre la cuestión, la Unión Nacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, por sus siglas en inglés) publica anualmente una lista con las cien especies invasoras más dañinas del mundo, cada una protagonista de su propia serie de eventos funestos y terrores biológicos. 

 

Texto publicado como:

De invasiones bárbaras y pesadillas biológicas en Revista Telecápita No. 3, 2016

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