El legado de los hongos
Champiñón, seta, trufa, níscalo, moho, levadura, cornezuelo, huitlacoche, “teonanácatl” (o carne de los dioses), resulta curioso que con la amplia riqueza de términos que hemos acuñado para referirnos a sus estructuras reproductoras, en lo que respecta al organismo integro dispongamos únicamente del modesto título: hongo. Los humanos y esa miope insistencia de nombrar a los especímenes que nos rodean tan solo tomando en cuenta una de sus partes, la que sea que nos confiera algún tipo de provecho. Árbol del caucho, mata de algodón, grana cochinilla, gusano de seda. El problema es que mientras que nadie ignora que la manzana no es ser sino porción (el mecanismo de dispersión de semillas de un árbol frondoso para ser más exactos), en el caso de los hongos sucede algo distinto.
Y es que a pesar de que en términos generales estemos algo familiarizados con sus propios cuerpos frutales, con esas pulpas extravagantes de capitel acampanado que brotan entre la hojarasca de los suelos boscosos durante la temporada de lluvias o con los tapetes blanquecinos y aterciopelados que recubren los restos orgánicos en proceso de descomposición, su verdadera identidad, así como la función esencial de andamiaje que desempeñan para el sostén mismo de la ecología, suelen pasar inadvertidas. Y la comparación con los manzanos no es trivial, puesto que muchos de esos champiñones delicados y sugestivos que se nos muestran a los que merodeamos sobre la superficie, son apenas un ápice del todo, un dedo que desperdiga esporas si se quiere, la punta del iceberg subterráneo de ramificaciones mucilaginosas que conforman una extensa y clandestina anatomía, denominada como micelio.
Sin ir más lejos, el ser vivo más grande que jamás haya existido es un hongo de la miel, Armillaria ostoyae, que habita en las montañas azules de Oregón, Estados Unidos, y cuya titánica corporalidad de nervaduras acuosas se extiende por un área impresionante de unos diez kilómetros cuadrados —dimensión en la que cabrían con facilidad un par de miles de ballenas azules (los representantes más grandes de la fauna), o bien algunos cuantos cientos de árboles del Tule y de secuoyas gigantes (los árboles más anchos y más altos del mundo respetivamente), o si se prefiere: más o menos mil seiscientos campos de futbol— y que, basado en su rango de crecimiento, se calcula que ronda entre los 2,500 y 8,000 años de edad, con lo cual también podría ser el organismo más longevo del que se tenga registro.
Cobertura vegetal, unos cuantos vertebrados y un tropel de insectos y arácnidos, eso es en lo que solemos pensar cuando evocamos el entorno silvestre, sin embargo, lo que se escapa a la vista, al menos a la de nosotros, los naturales de la fachada exterior de la biosfera, es aún más vasto y más diverso que la suma de todos los biomas en los que nos es posible penetrar. Y es que la fracción emergida de la orografía es antes todo el territorio del reino Fungi, y así ha sido desde los albores de la vida multicelular y la conquista del medio terrestre, ambas sagas evolutivas de las que ellos fueron los pioneros.
Debajo de la tierra, y proyectándose decenas de metros hacia las profundidades del sustrato, es donde se encuentra la verdadera sabia vital: la inconmensurable esponja filamentosa que recorre los suelos del planeta y a través de la cual se distribuyen los nutrientes indispensables para que todos los que aquí moramos podamos prosperar. Se trata, precisamente, de un gran entramado tridimensional de micelios fungales interconectados entre sí y que, estableciendo asociaciones simbióticas con las raíces vegetales —llamadas micorrizas—, fungen como el cableado de comunicación de las comunidades biológicas y como el cimiento de los ecosistemas. Calzadas capilares con trillones de bifurcaciones y ramales. Nódulos gelatinosos de interacción y propagación. Conectomas de tal complejidad que hacen que las redes neuronales de nuestros cerebros, así como las propias del internet, parezcan como retículas modestas.
Aclaremos: sin los hongos y sus carreteras de plasma, y sin el ciclo de nutrientes que ponen en marcha al degradar y hacer recircular todo aquello que alguna vez estuvo vivo, simplemente no podría existir todo lo demás; o al menos no lo que conocemos. No habría bosques ni selvas, humedales ni manglares, paramos, pastizales, etc., ni tampoco, por ende, los animales y bacterias que ahí habitan. Son el principio y el fin, por decirlo de otra manera. De hecho, es posible que incluso los océanos dependan en buena medida de ellos, siendo que se han encontrado hongos en practicamente todos los hábitats marinos que han sido explorados, desde en la superficie hasta kilómetros por debajo del fondo, y se contempla que podrían contribuir de manera significativa a los ciclos de población del fitoplancton y a la bomba de carbono biológico, registrando una actividad primordial en la química de los sedimentos marinos y teniendo, por lo tanto, un impacto tan detemrinante para la ecología marina como lo tienen para la terrestre.
Y eso que ni siquiera hemos comenzado a rasgar la superficie de su estirpe. Al día de hoy se han descrito unas 120,000 especies de hongos, que de acuerdo con los taxónomos no son ni el 10% de este linaje mucilaginoso, pues se estima que podrían existir entre 1.5 y 5 millones de especies distintas. De lo que no cabe duda es que además de los servicios ambientales que brindan y del inmenso catálogo de potencialidades utilitarias para aquellos que se inclinan por una visión más antropocéntrica (tales como ser fuente de alimento, catalizadores de fermentos como la cerveza, el vino, el pan, los quesos y la salsa de soya, productores de antibióticos, textiles, materiales de construcción revolucionarios, sustento de ceremonias espirituales o de recreación psicodélica y tratamientos promisorios para la adicción, los cuidados paliativos y la depresión, por mencionar solo algunos de sus usos), los hongos también atinan a devolvernos un poco de la humildad que tanto nos hace falta a los humanos, pues constantemente ponen de cabeza nuestras preconcepciones biológicas, cuestionando nuestras definiciones de individuo, de especie, de asociaciones e interdependencia entre los seres vivos, de relevancia evolutiva y demás rubros que poco a poco van derribando los paradigmas a los que nos atenemos.
Por supuesto que otro mundo es posible. Los ha habido antes y, tras el breve y atrabancado paso de nuestra especie por aquí, los volverá a haber. La Tierra permanece, nosotros no. Esa es una garantía. Tarde o temprano la vida se reinventará y volverá a radiar. Tantas veces como sea necesario. Sin objeciones ni lamentos, floreciendo indiferente y sin prisas, como es su costumbre. Con algo de suerte, y si es que somos capaces de virar drásticamente nuestros comportamientos e impactos, quizás logremos sobrevivir a nuestra propia debacle ecológica para atestiguarlo. Pero si de algo podemos estar certeros es de que los hongos ahí estarán, descomponiendo, reciclando y recirculando los nutrientes del combustible vital.
Texto impreso publicado originalmente como: Hongos, principio y fin, Revista Gatopardo, sección «Zoom» Nueva era No. 1, 2020
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