El modo del Azufre
El día apenas rompía la oscuridad del manglar cuando a Don Baltazar García le llegó su hora. Era una mañana extrañamente fría para esa zona del trópico y desde que Don Baltazar pusiera pie en el agua, un presentimiento funesto comenzó a oprimir su pecho. Pero nada podía hacerse al respecto; cuando se pesca para vivir, se tiene que pescar todos los días.
Atrás, en la casa de palo y techo de palma, había dejado a su esposa Briselda y a sus cinco hijos; razón principal por la cual él tenía que estar ahí a tan temprana hora sumido hasta la cintura en el agua verde.
Sobre el río pendía una espesa capa de bruma, no llegaba a ser neblina porque en aquel paraje de la costa mexicana esa palabra ni siquiera existe, pero sí le daba un toque lúgubre al paisaje que no ayudaba en nada a disipar la profunda angustia que sentía Don Baltazar. Para empeorar las cosas, a pesar de que ya comenzaba a calentar un poco el día, ningún pájaro se animaba a destacar entre el follaje. El silencio solo era interrumpido por el avance estoico del pescador y los cinco perros que chapoteaban a su alrededor: Nepomuceno, La canela, Rambo, Cuchillo y Bagira.
Ese era el modo del Azufre, localidad conocida en la zona por la gran abundancia de cocodrilos de río que merodeaban en el estero; bestias voraces que en ocasiones rebasaban los cinco metros de largo.
Don Baltazar alcanzó el recodo oriente de la desembocadura del río, su lugar preferido para pescar pues bajo el agua turbia abundaba el róbalo, y tiró la tarraya.
La red voló por los aires transformándose por unos segundos en un fluido gelatinoso parecido a una gran medusa de cáñamo y aterrizó completamente estirada sobre la superficie líquida. Los plomos rápidamente tiraron hacia el fondo, cerrando la trampa cuadriculada sobre dos peces taciturnos.
Don Baltazar los sacó, fileteó con habilidad y desperdigó los trozos en torno suyo. Sabido era que dicha técnica resultaba riesgosa; casi nadie en el pueblo la utilizaba, ya que la sangre y los pedazos de pescado podían atraer a los reptiles gigantes. Pero él llevaba practicándola completamente ileso ya durante demasiados años cómo para no hacerlo aquel día solo porque tuviera un mal presentimiento. Así que inundó el agua y sus manos con el penetrante aroma y continuó tarrayando.
Probablemente si no se hubiera acostado tarde por culpa de la baraja y el mezcal, Don Baltazar habría sido capaz de detectar con el rabillo del ojo el sutil movimiento que se registró en ese momento en la orilla. Quizás si no fuera porque el frío le cerraba un poco los desvelados párpados, se habría percatado del silencioso deslizamiento de escamas sobre el fango. Pero no fue así. Un monstruo jurásico lo acechaba desde el fondo del pantano y en lo único que él podía pensar era en terminar la jornada para beberse una cerveza más.
Fue exactamente en la proyección número quince de la tarraya cuando al viejo pescador le llegó su hora. La paz se interrumpió de tajo. El agua se estremeció. Algo enorme salpicó a escasos metros y la muerte se hizo presente en forma de depredador arcaico.
El inmenso lagarto emergió del fondo lodoso desquiciado por el hambre y se abalanzó sobre su presa con furia. En un movimiento que pareció demasiado veloz para su tamaño la fiera se impulsó con la cola abriendo las fauces de par en par y mordió aquello que chapoteaba sobre el agua. Se escuchó un chillido agudo y La canela desapreció bajo la superficie.
Don Baltazar ni se inmutó. Con rostro duro contempló la nube de sangre en la que se había convertido su perra favorita y negó ligeramente con la cabeza para sí mismo. Después puso especial atención en no mover ni un músculo de su cuerpo, estaba consciente que ese había sido el único factor que le salvara la vida, y aguardó unos minutos antes de emprender la retirada. Los cuatro perros restantes chillaban lastimosamente conforme lo seguían.
Don Baltazar regresó a casa cargando tres pescados de buena talla. En el camino se encontró con dos cachorros juguetones que adoptó inmediatamente. Al negro le puso Jaky y al blanco, Pichón.
Nota sobre la localidad:
El Azufre es un pequeño pueblo de pescadores de aproximadamente 500 habitantes localizado en el municipio Villa de Tututepec de Melchor Ocampo, Oaxaca. Se encuentra sobre uno de los linderos del parque nacional “Lagunas de Chacahua,” más o menos a tres horas en lancha desde el faro. El mar abierto en esa zona es muy bravo, razón por la cual la mayoría de pescadores realiza sus capturas en el río. Debido a su aislamiento, la población de Crocodylus acutus, el cocodrilo más grande del país, es sumamente nutrida; con ejemplares que rebasan los cinco metros de longitud. Así que los pescadores locales suelen entrar al agua acompañados por varios perros para protegerse de posibles ataques. A Don Baltazar ya le han matado a tres de sus canes.
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