Axolotl, el pequeño monstruo del pantano mexicano

Ilustraciones de Ana J. Bellido

 

El semblante de la criatura es difícil de olvidar. Su aspecto remite al de un ser antediluviano propio de un mundo perdido o del caldero humeante de las brujas. Perturbador como pesadilla de infancia. Extraordinario cual invención de Julio Verne. Portentoso, milagroso, deidad precolombina. Una criatura acuática, endémica del gran valle central del altiplano mexicano, que posee la llave de los secretos de la eterna juventud y el don de la regeneración corporal extrema. En suma, un organismo tan singular que si no existiera en la naturaleza simplemente sería imposible de imaginar. 

En términos generales se denomina ajolote —por favor no confundir con el renacuajo de las ranas— a todas las larvas de los caudados; es decir, que existen tantos ajolotes distintos como especies de salamandras (más o menos unos seiscientos setenta tipos diferentes). Sin embargo, en el presente texto me refiero a uno en particular, al ajolote mexicano, axolotl o Ambystoma mexicanum. Especie que, a diferencia de sus parientes cercanos, no realiza la metamorfosis y, por consiguiente, pasa toda su vida siendo ajolote. Es decir que presenta la peculiaridad de ser capaz de reproducirse sin antes pasar por los pasos necesarios, típicos de los demás miembros del grupo, para llegar a la etapa adulta. Rasgo denominado en biología neotenia. Retiene así los caracteres larvarios durante toda su existencia o, si se prefiere, es como un niño perene: una Lolita eterna. Peter Pan sí existe, pero, en lugar de volar por el firmamento del país de Nunca jamás, se arrastra por los suelos lodosos de los canales de Xochimilco.   

Otro aspecto fisiológico llamativo —que produce obsesión inmediata en el estudioso de estas gentiles fieras del pantano— es su capacidad regenerativa. Ante la necesidad, estos singulares anfibios cuentan con la posibilidad de renovar su anatomía a voluntad: vuelven a crecerles miembros perdidos, se les duplican extremidades, hacen emerger de su cuerpo branquias, ojos, cola, lengua y hasta mandíbulas extraviadas. Y lo pueden hacer tantas veces como sea preciso. Uno podría amputar, por ejemplo, la pata izquierda de un individuo en repetidas ocasiones y, en cada una, el animal la generará nuevamente. Además, el evento no deja tras de si huella alguna. No queda cicatriz remanente del proceso. El tejido o, mejor dicho, los tejidos se restablecen de forma perfecta e indistinguible. 

En algunos experimentos se ha demostrado que el Ambystoma mexicanum incluso es capaz de regenerar la mitad completa de su cuerpo. Siempre y cuando el cerebro y la mayoría de la espina dorsal sean conservados, el organismo volverá a hacer crecer todos los apéndices perdidos.

Por supuesto que tal artificio ha despertado la curiosidad del humano. No es para menos. Desde los tiempos de Hipócrates la regeneración anatómica —como la que puede observarse con la cola de las lagartijas— siempre ha figurado como un tema central de las aspiraciones médicas. Claro que en el caso del ajolote, el factor de que además no quede cicatriz tras el evento, sólo ha servido para darle mayor atención. Y aunque en un principio se consideraba que quizás la respuesta a tal fenómeno tenía que ver con que, al no realizar la metamorfosis, el ajolote contaba con un gran arsenal de células madre a su disposición, hoy en día la hipótesis es distinta. 

Tras múltiples estudios ahora se piensa que la clave reside en la desdiferenciación y transdiferenciación celular. A través de estos mecanismos una célula dada, digamos un hepatocito del hígado, tiene la posibilidad de ser revertida a un estado primigenio, o pluripotencial, y posteriormente reprogramada, diferenciada nuevamente y convertida en el tipo de célula que se precise. Algo así como si se fundiera una moneda de plata para después elaborar una cuchara con el mismo metal. Pero no ahondaremos más en la cuestión, después de todo se trata de un tema bioquímico bastante complejo y el presente no es un manuscrito especializado. Mejor continuemos con la aproximación literaria.  

Al observar al ajolote flotando en el agua se tiene la sensación de que la evolución con él se portó de forma un poco más laxa que con el resto de seres vivos. La selección natural fue moldeando, a través de los años, a un ente casi surrealista. Absurdo, como una fantasía de Lewis Caroll, la enorme boca y ojos diminutos sugieren que está condenado a vivir de buen humor, y el conspicuo penacho de branquias que se dispara por detrás de su cabeza ovoide lo asemeja a un dragón chino.

En un primer acercamiento los ajolotes sugieren una tranquilidad casi pasmosa. Una quietud digna de pieza arqueológica. Suspendidos en el fluido emulan a la perfección el concepto de serenidad. Sin embargo, estamos ante una impresión un tanto acotada de su personalidad; la concepción equívoca de su letargo perene se debe, en gran medida, a que son animales de hábitos nocturnos. Lo que implica que la mayoría de testigos presenciales sólo los hayan visto en el zoológico mientras duermen.  Sin embargo, al caer la noche, el pacífico ajolote se transforma en ansioso depredador. Patrulla el fondo acuático en busca de cualquier presa que quepa en su boca. Son carnívoros generalistas, su dieta incluye: insectos, peces, crustáceos, anfibios y caracoles que acecha y engulle con devoción demente. Cuando detecta alguna posible merienda, se abalanza sobre ésta con ardor y se la traga completa. La primera vez que se atestigua este comportamiento, la violencia con la que actúan, invariablemente resulta sorpresiva para el espectador. 

En la cosmovisión náhuatl el ajolote es la encarnación acuática del dios Xólotl, hermano mellizo de Quetzlcoatl con rasgos monstruosos. De acuerdo con la leyenda del Quinto sol, el futuro del mundo estaba en gran riesgo a causa de que el sol y la luna no se movían; era un evento cósmico que vaticinaba una catástrofe segura. Los dioses entonces tomaron la resolución de ofrecerse en sacrificio para renovar el movimiento astral. Sin embargo, un dios cobarde llamado Xólotl rehusó confrontar su destino y trató de zafarse burlando al verdugo mediante sus poderes de transformación. 

El dios prófugo primero se escondió entre la milpa, lugar en el que se convirtió en una planta de maíz de dos cañas. Pero el verdugo dio con él. Al ser descubierto, Xólotl echó a correr nuevamente hasta que alcanzó un campo con magueyes y se transformó en un agave de penca doble o mejolote. Pero sirvió de poco y una vez más el verdugo lo encontró. Xólotl entonces saltó al agua en un intento desesperado por conservar su vida y adoptó la forma de una criatura acuática. Un casi pez, un monstruo del pantano llamado axolotl. De esta forma logró evadir el sacrificio por algún tiempo, pero el verdugo no desistió hasta que lo localizó y finalmente lo mató (digo, era de esperarse, después de todo el título de verdugo de dioses no es algo que se obtenga con facilidad).

En su emblemática obra Cosas de la Nueva España, Bernardino de Sahagún relata sobre el ajolote: “Es carne delgada muy más que el capón y puede ser de vigilia. Pero altera los humores y es mala para la incontinencia. Dijéronme los viejos que comían axolotl asados que estos pejes venían de una dama principal que estaba con su costumbre, y que un señor de otro lugar la había tomado por fuerza y ella no quiso su descendencia, y que se había lavado luego en la laguna que dicen Axoltitla, y que de allí vienen los acholotes”. 

En Historia antigua de Méjico, Francisco Javier Clavijero aporta sobre él: “Su figura es fea y su aspecto ridículo”. Y agrega: “Lo más singular de este pez, es tener el útero como el de la mujer, y estar sujeto como ésta a evacuación periódica de sangre”. En aquel momento se pensaba que las hembras de ajolote menstruaban, percepción herrada probablemente debida a Francisco Hernández, que aseguraba: “Tiene vulva muy parecida a la de la mujer… Se ha observado repetidas veces que tiene flujos sanguíneos como las mujeres, y que comido excita la actividad genésica”. 

Quizás el primero en desmentir varios de los supuestos acuñados hasta entonces fue el científico José Antonio de Alzate. Él cuestionó las aseveraciones de Clavijero con respecto a la vulva de la hembra del ajolote, tras realizar algunas disecciones para concluir, de forma definitiva, que la hembra del ajolote no producía menstruación alguna.

El misterio de este animal representó un enigma que suscitó grandes debates entre los naturalistas clásicos. Fue Alexander Von Humboldt quien, al regresar de sus expediciones por México alrededor de 1804, entregó al afamado zoólogo francés Georges Cuvier dos ejemplares conservados en formol para que los estudiara. Cuvier realizó una disección exhaustiva y publicó uno de los primeros estudios formales sobre el extraño anfibio. Sin embargo, no atinó a resolver el acertijo biológico pues, fiel a la disciplina de la anatomía comparada, no fue capaz de valorar al ajolote como un adulto y concluyó que se trataba de la larva de una gran salamandra desconocida. 

No fue hasta 1864, durante la intervención francesa en México, que los científicos europeos tuvieron ajolotes vivos a su disposición. Auguste Dumeríl, un discípulo de Cuvier, recibió los ejemplares, los colocó dentro de acuarios, cuidó de ellos y consiguió que la mayoría sobreviviera. No sólo eso, tiempo después atestiguó con emoción cómo se multiplicaban y realizó el primer reporte íntegro de la reproducción del ajolote. Pero la suerte quiso que unos años más tarde algunas de las crías nacidas de aquel evento metamorfosearan; lo cual complicó un poco el panorama, pues el pie de cría original permaneció generando descendencia en estado larvario. Cuando parecía que por fin se podría resolver el rompecabezas del siredon mexicano, como se le llamaba entonces, el nudo sobre su identidad se tornó más ceñido. 

En 1859, el gran Darwin propuso una posible solución al enigma. En El origen de las especies incluyó una anotación al respecto, no propiamente sobre el ajolote, sino sobre el mecanismo de propagación que podría estar operando en ellos: “Se sabe de algunos animales que son capaces de reproducirse a una edad muy temprana, antes de que hayan adquirido sus caracteres perfectos, y, si esa facultad se llegase a desarrollar por completo en una especie, parece probable que, más pronto o más tarde, desaparecería el estado adulto, y en este caso, especialmente si la larva difiere mucho de la forma adulta, los caracteres de la especie cambiarían y se degradarían considerablemente”. Finalmente en 1885, Arthur Kollmann acuño el término neotenia para referirse a la conservación de los caracteres larvarios durante toda la vida, poniendo fin a cientos de años de misterio sobre la naturaleza del ajolote.

La singularidad del ajolote no sólo ha despertado interés dentro del mundo científico, también un gran número de escritores y poetas han encontrado en su especial fisonomía un tema para disertar. No son pocos los que identifican al inocente anfibio con una pulsión sexual y, haciendo alusión a su peculiar anatomía fálica, lo consideran un ser casi erótico. Otro pensamiento recurrente en las obras literarias es que guarda un marcado parecido con el humano. No sólo de manera metafórica, sino anatómica. En varios textos se mencionan sus patas, ojos y cabeza como ejemplo de ello. 

Probablemente el cuento Axolotl de Julio Cortázar, de 1956, sea el más famoso entre las obras de literatura que centran su atención en el emblemático anfibio mexicano. En él, el propio escritor vive una época de arrebato por los ejemplares exhibidos en el zoológico de París que visita obsesivamente, “los ojos del los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar”. Así pasa mañanas y tardes absorto en su contemplación, hasta que se transforma en uno de ellos y el eje de su mirada cambia del exterior al interior de la pecera. 

Salvador Elizondo también sintió particular atracción por estos organismos, tanto que mantenía en su casa un tanque con varios ejemplares vivos. En su texto de 1972 Ambystoma tigrinum dice: “Todo en ellos delata una profunda nostalgia del lodo. El habitante ideal de un medio ambiguo: el fango, que no es ni líquido ni sólido, como el ajolote no es ni acuático ni terrestre; ni cabalmente branquial ni totalmente pulmonar, sino ambos o ninguno a la vez”.

Juan José Arreola, por su parte, se refiere al organismo, en su Bestiario de 1972: “Pequeño lagarto de jalea. Gran gusarapo de cola aplanada y orejas de pólipo coral. Lindos ojos de rubí, el ajolote es un lingam de transparente alusión genital”. Y José Emilio Pacheco en Acrosoma de 2009, apunta: “Ni pez ni salamandra, ni sapo ni lagarto, posee rasgos humanoides y es, como nosotros, el habitante quintaesencial de Nepantla, la cuna de Sor Juana, la tierra de en medio, el lugar de nadie, el recinto y tumba de quienes, a lo largo de todas nuestras metamorfosis, tampoco llegamos a la verdad de ser adultos y lo único que sabemos es reproducirnos”.

Si resultara de interés para el lector asiduo consultar los textos mencionados, así como los de otros autores —Carlos Chimal, Octavio Paz, Rafael Lemus, Ruy Sánchez y demás— que tienen al ajolote como su eje principal, habrá que remitirse a Axolotiada, vida y mito de un anfibio mexicano, agradable almanaque editado por Roger Bartra y publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2011.

Para su pequeño tamaño, los ajolotes son criaturas relativamente longevas. Bajo condiciones óptimas se calcula que en vida libre pueden alcanzar entre los diez y quince años de edad. En cautiverio incluso un poco más, el récord para la especie ronda los treinta años. Pero para llegar a viejos, es necesario que los organismos corran con mucha con suerte y que estén al máximo de sus potenciales. Los escasos remanentes de su hábitat de distribución natural se encuentran gravemente deteriorados, la alarmante contaminación y desecación de los canales de Xochimilco representa, sin duda, el mayor desafío para la esperanza de vida de estos animales. Se ha observado, hoy en día, que es poco frecuente que ejemplares que habitan en libertad lleguen a su quinto cumpleaños. 

No obstante, el brutal impacto sobre su ecosistema no es el único obstáculo que deben superar. Si el singular anfibio pretende llegar a la senectud, primero debe evadir, por fuerza, los ataques frecuentes de múltiples depredadores. Algunos de ellos naturales a su entorno; muchos otros, como la carpa y la tilapia, introducidos por el humano. En su ardua lucha por la supervivencia incluso tendrían que librarse de nosotros como especie y evitar caer en las redes que lo cazan para convertirlo en taco, mascota o ejemplar de laboratorio. 

De 1998 al 2008 la densidad de población de estos organismos decreció desde aproximadamente seis mil individuos por kilómetro cuadrado, a menos de cien. Se estima que actualmente la población total de la especie en vida libre es menor a mil; algunos investigadores incluso han determinado que no quedan más de un par de decenas. Lo que es seguro es que su extinción es inminente y, a menos que se tomen acciones concretas para su conservación y la de su entorno, la amenaza de que el pequeño monstruo del pantano mexicano pronto desaparezca por completo es sumamente seria. Y con ello la humanidad estaría perdiendo a uno de los seres vivos que más la han cautivado e intrigado.

Una versión preliminar de este ensayo se publicó en: Revista Avispero No. 9 año 4 pp. 97-103.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.