Los huesos de Borneo

Fotografías por el autor  

Ilustraciones de Ana J. Bellido

 

Orangután. Ohran gutan («hombre de la selva» en idioma malayo). Con solo emular su nombre dentro de mi cabeza se desata una sucesión de visiones impactantes. Veo contornos cobrizos embebidos en la nebulosa botánica de las cimas forestales; manos ásperas y grisáceas; dientes generosos. Veo una cría con el pelo despeinado, un macho enorme con rastas sobre el lomo, otro más joven mordisqueando un mango. Imágenes que se revuelven de manera caótica en mi mente conforme el avión destartalado en el que estoy sentado se precipita hacia las aguas del Pacífico Sur. 

Pienso en esos rostros extrañamente familiares que desde lo alto nos devuelven gestos que parecieran comprendernos. Pienso en esas miradas profundas, lúcidas y pacientes. Ojos inquisidores que al sostener su eje de visión bien podría presuponerse dotan al organismo con carácter humanoide. No obstante la realidad es que el artificio opera en sentido inverso, pues al clavarles la vista lo que se revela es el primate que llevamos dentro: el Homo sapiens primigenio. El reflejo sobre el espejo ocular del simio torna evidente que nosotros somos los que nos parecemos a ellos y no al revés. Porque la verdad es que no venimos del mono: somos monos. Primates tecnológicos e ingeniosos, ciertamente con capacidades sobresalientes –como la de fabricar aeronaves– pero primates al fin y al cabo. 

Al otro lado de la ventanilla del avión la silueta verdosa de la isla comienza a ganar detalle. La excitación se sobrepone a largas horas de viaje y el cansancio acumulado pasa a segundo término. Pronto aterrizaremos en Borneo, el reino del orangután y de tantas otras reliquias biológicas. Durante las próximas semanas, si es que corremos con suerte, podríamos encontrarnos con elefantes enanos, pitones sangre, varanos de agua y la gama más extensa de animales voladores que se conozca: ardillas, lagartijas, serpientes y ranas adaptadas para surcar los aires conforme planean cientos de metros entre un árbol y el siguiente. Además, claro, de la Rafflesia «la flor más grande del mundo». Producida por una planta parasítica de las lianas selváticas cuya descomunal inflorescencia de color rojo carmín con puntos blancos y textura pulposa llega a medir más de un metro de diámetro y rebasar los diez kilos de peso. Debido a que su apariencia y el aroma fétido que despide remiten al de la carne en proceso de descomposición (y que sirven a la planta para atraer a las moscas que actúan como sus polinizadores) también se le conoce como la flor cadáver.

Mientras hacemos la tortuosa cola para sortear migración vuelvo a fugarme en ensoñaciones diurnas. Recuerdo a un orangután joven particularmente avispado del zoológico de Chapultepec que tras llamar la atención de los visitantes dando manotazos sobre el cristal de su encierro, pasaba a estos una hebra de paja a través de una pequeña fisura que había descubierto –o quizás confeccionado él mismo– en el marco inferior de la ventana. Interacción que invariablemente generaba sorpresa por parte del humano involucrado y que causaba que el simio fuera presa de un ataque de regocijo descontrolado. 

Pero lo más interesante era lo que sucedia a continuación. Una vez recuperada su seriedad habitual, el simio pedía con señas que le fuera devuelta la pajilla utilizando el mismo método. Después, ya cerciorado de que el humano en turno comprendía el juego e intercambiado la pajilla un par de veces en ambas direcciones, el animal expresaba el verdadero afán de la operación y comenzaba a indicar con señas el objeto de su interés: aretes, cadenas, pulseras u otros enceres brillantes que pendieran de los visitantes, mismos que el mono reclamaba le fueran entregados por el orificio. Demanda ante la cual la mayoría de personas huían con una mueca de consternación.

Esa fue la primera vez que sentí realmente depresión por ver a un animal enjaulado. Resultaba evidente que ese orangután estaba al tanto de su condición cautiva. Seguramente no alcanzaba a identificar las razones detrás de su encierro –¿quién podría formularlas de manera convincente?–, pero se sabía prisionero dentro de un escaparate. Algo comenzó a gestarse en mi interior en ese momento, un deseo que pronto adquirió matices obsesivos: presenciar una criatura como aquella en libertad. Observar al majestuoso simio de pelaje rojo en su ambiente natural. Claro que, para conseguirlo, primero tenía que concebir un plan que me permitiera ahorrar lo suficiente para dar media vuelta al globo terráqueo y alcanzar las islas del sureste asiático, específicamente Sumatra o Borneo, únicos reductos silvestres con poblaciones de tales fieras en estado salvaje.

Actualmente se reconocen tres especies de orangutanes, dos oriundas de Sumatra y una de Borneo. Durante mucho tiempo se pensó que todos los orangutanes de Sumatra pertenecían a la misma especie, sin embargo a finales del 2017 se descubrió que una pequeña población aislada en el norte de la isla, en la zona de Bantang Toru, constituye una especie aparte: el orangután de Tapanuli, Pongo tapanuliensis, representado hoy en día por apenas 800 individuos restringidos a un área de unos 1000 km2, lo que los convierte en los primates más amenazados del mundo. 

La especie de Borneo, el poderoso Pongo pygmaeus –que es precisamente la que esperamos encontrar durante nuestra expedición– figura como el animal arborícola de mayor tamaño del planeta y quizás sea una de las contadas excepciones de aquel principio biogeográfico que marca que en las islas tropicales los mamíferos tienden a ser pequeños. Digamos que podría considerarse como lo más cercano que existe en la actualidad a King Kong, los machos pudiendo llegar a pesar hasta cien kilos y superar el metro sesenta de estatura, mientras que las hembras son notoriamente más pequeñas, pesando entre treinta y cincuenta kilos. 

Se trata de organismos omnívoros con una preferencia marcada por las frutas (higos, mangos, mangostinos, lichis, durianes, frutas del pan, etc.), pero que también consumen cortezas tiernas, hojas, miel, insectos y ocasionalmente huevos y pequeños vertebrados. Su taza de reproducción es sumamente lenta, alcanzan la madurez sexual alrededor de los quince años de edad y posteriormente las hembras conciben solo una cría (o en contadas instancias gemelos) cada ocho años, lo cual representa una de las tazas de reproducción más bajas de todos los animales. Además, los pequeños permanecen al lado de su madre por largo tiempo, por lo menos hasta su séptimo cumpleaños, aunque no es inusual que el periodo de convivencia familiar se extienda al doble de eso (es decir, más que cualquier otro primate exceptuando al humano). Cuestiones que, en conjugación con la destrucción progresiva de su hábitat, condenan a los orangutanes a un futuro poco promisorio; considerándose ya las tres especies como críticamente amenazadas y con números a la baja. 

En su extraordinario libro En el corazón de Borneo Redmond O´Hanlon –un aguerrido naturalista británico y escritor formidable que se ha internado en las selvas húmedas más remotas del planeta– narra con humor e ironía los peligros a los que se vio confrontado cuando exploró la isla en 1983 para buscar al elusivo rinoceronte enano. Proeza nada sencilla, pues implicaba abrirse camino a través de uno de los entornos más desafiantes de la geografía. En ese entonces Borneo todavía estaba cubierto por vegetación prístina. Miles de kilómetros cuadrados de bosque primario, uno de los más antiguos del planeta, prácticamente inexplorados.

Hoy en día, como pude constatar al poco tiempo de mi llegada, la situación es drásticamente distinta. El antes considerado ecosistema más biodiverso de la Tierra, ha sufrido una debacle sin precedentes. Un cataclismo funesto y desgarrador. Entre 1980 y 1990 Borneo fue escenario de una las explotaciones forestales más intensas jamás registradas. Se calcula que la madera exportada de las selvas de la isla durante aquella década superó a la de Sudamérica y África sumadas entre sí. Por si este ecocidio no fuera ya suficiente, lo que quedó de selva virgen comenzó a confrontar una amenaza incluso más severa: el monocultivo de palmeras. La cruenta e insaciable industria del aceite de palma ha probado ser tan devastadora que actualmente la isla está prácticamente en los huesos y sus numerosas especies endémicas cada vez más cerca de la extinción. 

Pareciera como si del exuberante territorio sólo hubiera quedado el esqueleto. Exequias aún impresionantes, sin duda, pero limitadas a un puñado de parques nacionales y reservas privadas; muchas de las cuales son administradas por las mismas empresas que arrasan la selva y que cobran cifras exorbitantes para visitarlas, cuestión que dota al asunto de tintes francamente maquiavélicos. 

Acabamos de aterrizar en Kuching (que en malayo significa «gato»), capital de Sarawak, el mayor de los estados que integran Malasia. Hace más calor que en el norte de México y el cielo presagia tormenta. El calendario marca mitades de julio de 2012, en unos días iniciará el Ramadán (uno de los cinco pilares del islam, las festividades más importantes para los musulmanes, que se lleva a cabo durante el noveno mes del calendario lunar y que, entre otros rituales, involucra el ayuno cotidiano desde el alba hasta el crepúsculo).

Cuando Redmond aterrizó en este mismo aeropuerto, hace poco más de treinta años, lo hizo financiado por la universidad de Oxford y en compañía de su amigo el laureado poeta inglés James Fenton. Yo viajo al lado de Ana Jacoba, la española con alma de gitana y talentos notables para las artes plásticas de la cual soy pareja desde finales del 2010. La verdad es que el matrimonio es responsable, en gran medida, de que estemos aquí. O al menos, la boda fue la transacción que nos permitió financiar semejante travesía: con lo recaudado de los regalos decidimos partir hacia el sudeste asiático y viajar hasta que se acabara el último centavo. 

Así es que esto es nuestra versión (austera y por momentos francamente extenuante) de la «luna de miel». Llevamos cerca de dos meses de recorrido (habiendo ya atravesado para este momento Vietnam, Camboya, Tailandia y la porción continental de Malasia) y calculo que, si hacemos ciertos sacrificios, todavía podremos extender el escueto presupuesto por un mes más. Ya veremos… la cuestión es que finalmente hemos alcanzado el archipiélago indonesio y el sueño de poder ver a un orangután en libertad comienza a ser asible.

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Borneo es colosal. Con una superficie un poco mayor que la de Francia y el Reino Unido sumadas, la tercera isla más grande del planeta remite más a tierra firme que a una masa mineral rodeada por mar. Debido a que los desplazamientos son prologados, en esta ocasión nuestra ruta se limitará a la parte malaya de la isla, por ser las más accesible en términos de tiempo y dinero; aunque también representa, de manera muy triste, la porción más deteriorada por los avances del grotesco mar de palmas. 

Conforme avanzamos sobre carreteras sinuosas hacia el extremo oeste de la isla leo que de los cerca de veinticuatro millones de personas que aquí habitan aproximadamente el 18% son indígenas dayaks. Una fracción significativa de los cuales pertenecen a la tribu de los Iban, llamados en otros tiempos «los cortadores de cabezas» y que son de los pocos nativos que aún conservan la tradición milenaria del tatuaje y las expansiones de oreja que se hicieran tan socorridas en occidente. 

Después veo una serie de imágenes de las casas alargadas en las que viven los Iban, que son como enormes galerones de madera sostenidos sobre pilotes y que llegan a ser cohabitadas hasta por cien miembros del clan. Se me ocurre que si no conseguimos concretar la enmienda que perseguimos, quizás podríamos intentar visitar una de esas vecindades selváticas; sería un buen premio de consolación. Sin embargo pronto reparo en que la experiencia en estos días probablemente no sea más que un montaje para turistas, una pretensión maquillada de los usos y costumbres ancestrales cuando la realidad es que los indígenas contemporáneos se han visto forzados a migrar a las ciudades o viven segregados y asolados por la pobreza, si no es que directamente perseguidos por los capitales globalizados que ansían hacerse con sus recursos naturales. Comienzo a descender entonces por esa espiral que atormenta al viajero y que se debate entre querer ver algo auténtico y estar consciente de que lo «verdaderamente genuino» preferiría que lo dejásemos en paz. 

Unas horas más tarde llegamos a Bako, el parque nacional más antiguo de Borneo y uno de los contextos naturales más especiales en los que yo jamás haya puesto un pie. La reserva alberga prácticamente todos los ecosistemas presentes en la isla (cerca de veinticinco tipos distintos de vegetación) y por consiguiente una buena dotación de su fauna más singular. Digamos que si insistiéramos en el planteamiento de que lo que sobrevive de Borneo son apenas sus huesos, Bako podría ser visto como el cráneo; en el sentido de que es uno de los vestigios más valiosos a nuestro alcance para hacerse una imagen de cómo era el organismo de antaño.

La reserva además presenta dos ventajas importantes: debido a que se encuentra adyacente a la costa el área no es particularmente favorecida por las sanguijuelas y en la zona solo habita una especie de serpiente venenosa, la víbora de Wagler. Un vipérido emparentado con las nauyacas del nuevo mundo, de hábitos arborícolas y veneno sumamente potente, pero cuyo temperamento suele ser poco agresivo y gracias a su coloración críptica (verde brillante o negro con patrones amarillos y naranjas) otorga al transeúnte la posibilidad de distinguir al ejemplar antes de cometer la estupidez de perturbarlo.    

Si bien no hay poblaciones de orangutanes en estos lares, Bako es hogar de otro primate endémico de Borneo que anhelamos observar: el excéntrico mono de probóscide, Nasalis larvatus, cuyo aspecto es tan insólito que francamente raya en lo absurdo. Se trata de un simio de pelaje castaño con manchones grisáceos, más o menos del tamaño de un chimpancé, con cola larga y barriga prominente que posee una de las narices más grandes de todo el reino animal. Esta protuberancia desproporcionada –que cuelga como una berenjena– se erige sobre un rostro color rosado desprovisto de pelo que transmite la sensación de estar perenemente malhumorado. Semblante portentoso que a decir del folklore local, en combinación con su gran barriga, le confiere una semejanza estrecha con los borrachos europeos; razón por la cual los malayos lo llaman «el hombre holandés» –no olvidemos que durante un periodo largo y funesto de su historia la isla fue colonia neerlandesa. 

Dos noches más tarde es claro que el sudor que anega nuestras vestimentas desde el instante en que pusimos un pie en la reserva jamás terminará de evaporarse. La humedad circundante roza el cien por ciento y la sinfonía invertebrada alcanza tales decibles que por momentos genera la impresión de que la selva va a explotar. Es difícil expresar el rapto de embriaguez lúcida que se experimenta al transitar por estos senderos. El tupido y heterogéneo panorama botánico que nos envuelve parece corroborar aquella teoría que asevera que el ojo humano está confeccionado para distinguir más tonos de verde que de ningún otro color (hipótesis que postula que haber podido discernir entre distintas tonalidades de verde pudo haber representado una ventaja adaptativa significativa a la hora de detectar depredadores o presas entre el follaje). 

A lo largo de las extensas jornadas de caminata nos hemos topado hongos bioluminiscentes, jabalíes barbudos, platas carnívoras con jarrones grandes como botellas de vino, murciélagos gigantes, peces pulmonados, algunas de las telarañas más extensas sobre la faz de la Tierra –con arañas esbeltas y metálicas que con facilidad rebasan el tamaño de la palma de la mano–, demasiados pájaros como para nombrarlos y unas doce serpientes distintas, de las cuales al menos cinco eran víboras de Wagler y que sin exceptuar ocasión, y a pesar de fanfarronear sobre mis dotes como herpetólogo, Ana siempre atinó a detectar antes que yo. Salvándome de la penosa situación de dejarla viuda tan lejos del terruño.

Recuerdo que durante su expedición James Fenton solía decirle a Redmond: «Redmond, estoy a punto de ver algo maravilloso» cada que presentía que a la vuelta del siguiente meandro del río se avecinaba un encuentro con alguna criatura formidable. Justo algo así es lo que siento en la última tarde que pasamos en Bako: el presagio de que atestiguaremos algo extraordinario. Cosa que se manifiesta en la forma de un colugo al que sorprendemos planeando entre los árboles. A veces llamados lémures voladores, los colugos son en realidad primates y, exceptuando a los murciégalos, los mamíferos con capacidades más sobresalientes para el vuelo. Cuentan con extensos pliegues de piel entre las extremidades que utilizan a la manera de un ala delta o una cometa y que les permite planear por más de ciento veinte metros (algo así como un campo de futbol) durante sus saltos. 

Ana y yo seguimos al curioso acróbata de la selva hasta que su paracaídas afelpado se pierde sobre el horizonte forestal. 

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Unos días después, el orangután vuelve a ser el personaje central de mis cavilaciones. A la par que acortamos la distancia hacia el centro de vida silvestre de Semenggoh, me viene a la cabeza que en el siglo xviii Jean-Jacques Rousseau aseveraba que «bajo las condiciones correctas, los orangutanes podrían ser incorporados en la sociedad humana». Noción que gozaba de cierta popularidad en la época pues algunas crías llevadas a Europa por los colonizadores aprendían a vestirse, tender la cama y utilizar cubiertos en la mesa. 

Por supuesto que la inteligencia del gran simio pelirrojo no está en duda. Algunos científicos consideran que son bastante más brillantes que los chimpancés, superando a sus primos africanos en la mayoría de pruebas y pudiendo incluso ser entrenados a comunicarse por medio de lenguaje de señas. Y si bien afirmaciones tales como las que se hacían en tiempos de Rousseau «si los orangutanes no hablan, es tan solo para que no los pongamos a trabajar», son definitivamente exageradas, estos simios sí cuentan con una capacidad de vocalización, imitación de sonidos y control de tono sobresalientes. Características que están reavivando el debate respecto del posible origen del habla humana.

Son las nueve de la mañana, estamos parados sobre una plataforma de madera en la selva y los árboles que nos rodean comienzan a sacudirse violentamente. Las ramas se mueven en canon al tiempo que varias figuras aún indistinguibles se abren paso hacia el lugar en el que aguardamos. Ojos atentos. Oídos afilados. Por un momento me siento expuesto, como si estuviéramos a merced de los seres que se aproximan; como si fueran ellos los que vienen a observarnos a nosotros y no al contrario. La impaciencia aumenta hasta que sucede la revelación: un juvenil emerge de entre la cobertura vegetal, salta hacia la plataforma y recoge un mango. Posteriormente se acerca una hembra con una cría sobre el lomo. Y a los pocos minutos llegan dos ejemplares más. 

El centro de Semenggoh sirve como refugio de transición para ejemplares rescatados de la nefasta interacción con el humano –tráfico ilegal de especies, destrucción del habitad, caza furtiva–. El grupo de orangutanes que tenemos enfrente vive en libertad, sin embargo, se les ofrece comida diariamente como apoyo durante el paulatino y complejo proceso de readaptación a la vida silvestre. 

Los guardaparques se perciben un tanto nerviosos, escudriñan el follaje con semblante tenso. El día de ayer un gran macho, al parecer perturbado por el trípode de un turista que el simio interpretó como si se tratara de un rifle, arremetió contra los visitantes y después embistió y destruyó una de las cabañas del centro. En cuestión de minutos el poderoso animal hizo añicos la construcción. El líder de los guardias nos explica que no hay nada que le moleste más a ese macho en particular que sentirse bajo la mira de un rifle. Me pregunto cuántos de sus semejantes habrá visto morir para quedar traumatizado. Posteriormente me invade un deseo incontrolable de ver a la bestia durante uno de esos arrebatos de furia. La verdad es que me hubiera encantado ser testigo de ello. No hay nada que te haga sentir más frágil, y de paso recuperar un poco de la humildad que tanta falta le hace a nuestra especie, que estar expuesto a un desplante extremo de la fauna.

Debo confesar que aunque en el transcurso de la visita tenemos la dicha de poder observar a varios ejemplares andando a sus anchas, incluyendo a dos o tres crías con sus madres, la escena no termina de colmar mis expectativas. El hecho de que los animales hayan acudido atraídos por la comida que se les ofrece, de alguna manera le resta algo sustancial a la experiencia. Le roba la esencia sorpresiva y primigenia de un encuentro espontaneo con el «hombre de la selva» inmerso en sus dominios.

Quizás sea un juicio injusto por mi parte, pero estos orangutanes no son completamente salvajes. Para bien o para mal: han sido profanados por la mano de los nuestros. Así que aun siendo criaturas magnificas –pocas visiones más arrobadoras que un primate de pelos cobrizos y casi cien kilos meciéndose entre el follaje–, no terminan de saciar las ambiciones que catalizan este viaje. Motivo por el cual soy presa de una mezcla sentimental difícil de digerir, por un lado estoy extasiado y conmovido al límite, pero por el otro, insatisfecho y ligeramente frustrado. Y como habré de comprobar en los días sucesivos, este es el coctel emocional característico de Borneo.  

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Tras dos horas y media de vuelo descendemos de manera accidentada sobre Kotta Kinabalu, capital del estado malayo de Sabah en el extremo noreste de la isla. Los días más importantes del Ramadán se ciernen sobre nosotros, lo cual significa que si pretendemos salir de la capital y alcanzar alguno de los parques naturales que salpican Sabah, tendremos que emprender el camino de inmediato. No son las mejores condiciones para recorrer los cientos de kilómetros de carreteras resquebrajadas que nos esperan, menos aún con el anochecer en puerta y el presagio de tormenta, pero habrá que confiar en el chofer del autobús que parece tener tanta fe en sus habilidades al volante que bebe una cerveza tras otra mientras conduce. 

A principios del siglo xx una teoría que proponía que el origen evolutivo del Homo sapiens correspondía a las selvas indonesias ganó adeptos entre los círculos académicos. Quienes la defendían (principalmente antropólogos que aún no tenían acceso a los análisis de adn) postulaban que nuestro pariente vivo más cercano era precisamente el orangután y que sólo era cuestión de tiempo para que el registro fósil del archipiélago develara al codiciado «eslabón perdido». Tesis que pareció ser corroborada cuando aconteció el remarcable hallazgo de restos homínidos en la isla de Flores. Aunque más tarde se demostró que el pequeño Homo floresiensis, también conocido como el Hobbit por tratarse del humanoide de menor estatura de los seis con los que compartimos el planeta durante buena parte de nuestra evolución, era en realidad un descendiente de la gran diáspora del Homo erectus, previa al surgimiento de nuestra especie.

Controversia dejada atrás, ahora existen más que suficientes evidencias para sustentar que los primeros antepasados directos de nuestro árbol genealógico surgieron en las estepas africanas y no en las selvas indonesias, eso no implica que el orangután no esté estrechamente emparentado con nosotros: compartiendo el 97% de los genes ambas especies; lo que los torna en nuestros parientes vivos más cercanos junto con bonobos, chimpancés y gorilas.

En cualquier instancia, los orangutanes son un caso excepcional en lo que a comportamiento complejo e inteligencia refiere. Diestros en el empleo de herramientas, capaces de aprender y enseñar a sus semejantes, autoconscientes y sensibles, han desarrollado conductas que no podrían ser denominadas de otra forma que bajo el rubro de «cultura»: prácticas y habilidades distintivas de fracciones específicas de la población que se presentan solo en ciertas regiones y que se transmiten de madres a hijos. 

Se han reportado decenas de estrategias distintas para satisfacer diferentes necesidades. Por ejemplo, cuando la sed apremia algunas poblaciones optan por humedecer puñados de musgo y utilizarlos a manera de esponjas; otros grupos prefieren valerse de una rama con hojas para extraer el líquido de las cavidades de los troncos; mientras que unos más, se inclinan por morder la parte inferior de una planta carnívora con forma de jarra y beber su contenido. De igual manera sucede a la hora de confeccionar sus nidos –plataformas erigidas en las alturas a partir de ramas rotas donde los orangutanes pasan la noche–, algunos grupos se destacan por ser más quisquillosos que otros, conformando no solo colchones a partir de las ramas y hojas sino almohadas e incluso cobertores (que en al menos dos localidades se ha observado están conformados por plantas que repelen a los mosquitos). 

Se ha observado incluso que algunos ejemplares emplean plantas medicinales para crear ungüentos rudimentarios con los cuales alivian la inflamación muscular y de las extremidades. 

Seguimos en el autobús, acabamos de alcanzar la cresta de una sierra pronunciada. Contra el atardecer se recorta el perfil del monte Kinabalú, con más de cuatro mil metros de altura uno de los puntos más altos que existen entre los gloriosos Himalaya y los indómitos volcanes papuanos. Poco después, el firmamento se cierra por completo y sin más preámbulo se desata una tempestad de proporciones monzónicas. Justo lo que faltaba para que la siguiente parte del trayecto se tornarse en una pesadilla. Menos mal que el chofer esté terminándose lo que debe ser su sexta cerveza, de otra manera podría ponerse nervioso. 

Los rayos surcan la noche iluminando el mar de palmas que se cierne a nuestro alrededor. Los flashazos estroboscópicos dotan la escena, ya de por sí agobiante, de un carácter espectral. El ritmo de nuestro avance bajo la lluvia es acompasado en todo momento por la bocina del claxon, único elemento que nos salva de una colisión certera. Con la mirada alternando entre los faros de los vehículos que se precipitan sobre nosotros y el ominoso panorama mi mente comienza a desenterrar memorias poco gratas sobre nuestra cuestionable relación con el gran simio de pelaje rojo. Dentro de mi cabeza transitan imágenes inquietantes de orangutanes calcinados, cadáveres con dotes cuasi humanos achicharrados junto con el terreno; la jungla reducida a cenizas para abrir espacio al siempre creciente mar de palma.

Recuerdo que el ecosistema ha sido arrasado a tal grado que durante los últimos setenta años la población total de orangutanes se redujo en un 80%. National Geographic calcula que sobreviven unos 14,000 individuos de la especie oriunda de Sumatra, 800 de la de Tapanuli y menos de 60,000 de la propia de Borneo. Mientras que los caculos del World Wild Fund (wwf) son un poco más pesimistas: 6,600 para los de Sumatra y entre 35,000 y 45,000 para los de Borneo. 

Aun cuando la drástica reducción de los números de estos primates se debe, en gran medida, a la destrucción masiva de su entorno por la expansión del monocultivo de palma, no se trata del único factor en juego en la ecuación de su declive. Hay que considerar también que en zonas marginales su carne es codiciada como merienda y que no pocos especímenes mueren a manos de campesinos furiosos cuando roban la cosecha. Sin pasar por alto la oscura empresa del tráfico de especies. No hace falta recalcar que las crías de orangután figuran como una criatura preciada dentro del mercado ilegal de mascotas exóticas, miles de ejemplares son mercados anualmente alrededor del mundo, con el agravante considerable de que para hacerse con un bebé los captores usualmente matan a la madre, pues esta defiende a su cría con ferocidad. 

El último recuerdo que me asalta es uno de los más retorcidos. El caso de Pony, una hembra de orangután rescatada en 2003 de un burdel en Kareng Pangi (un poblado de Kalimantan en la parte central de la isla) donde durante años se le explotó como esclava sexual. Y si el asunto del tráfico de blancas interespecie ya podría ser suficientemente perturbador, además de violarla continuamente y tenerla encadenada también se le rasuraba el cuerpo completo cada tercer día. Nunca dejará de sorprender la remarcable versatilidad para la crueldad que tenemos los humanos. Me pregunto cuántas otras orangutanas habrán corrido con una suerte similar.  

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Días más tarde nos arrastramos penosamente por un sendero selvático. El hambre carcome nuestras entrañas y las sanguijuelas se aferran a nuestra piel buscando sangre con devoción maniática. Estamos en las montañas de Tawau, no es uno de los parques naturales más pintorescos de Borneo, pero debido a las festividades religiosas no fue posible alcanzar el anhelado valle del Danum, el sitio al que queríamos llegar, y nuestro apretado presupuesto no nos permite visitar parajes más remotos como la cuenca del Maliau, a la que sólo es posible acceder por medio de helicóptero. Así que, no sin cierta frustración, optamos pasar los días más sagrados del Ramadán en la reserva que ahora exploramos.

Los bosques que nos rodean no albergan orangutanes, por lo que el objetivo primordial de la expedición tuvo que ser pospuesto nuevamente. No obstante, la biota local promete otros posibles encuentros singulares, por ejemplo, once de los veinticinco árboles más altos del mundo (cada uno disparándose hacia los aires por encima de los ochenta metros de altura), felinos gravemente amenazados como el imponente leopardo nebuloso o el huidizo gato de Bay, macacos de cola larga, calaos rinoceronte, tortugas de tierra, milpiés color mandarina y escarabajos gigantes. 

¿Cuánto tiempo se puede pasar contemplando un solo árbol? Toda persona que haya atestiguado con ojos propios al gran Tule de Oaxaca (el ahuehuete de Santa María del Tule que se erige como el árbol con la mayor circunferencia registrada) o a Hyperion (la secuoya gigante de los Red Woods californianos que lidera la lista de los árboles más altos del mundo) o cualquier otra entidad botánica poseedora de un record mundial, tendrá claro que la respuesta ronda en la magnitud de las horas. Mismas que ahora transcurrimos oteando estupefactos los ochenta y ocho metros que yerguen al gigante de las dipterocarpáceas que tenemos enfrente con el distinguido título del árbol tropical más alto del planeta. 

Ante organismos de tal índole es que uno comprende a cabalidad lo frugal que es la condición humana. Difícil no reducirse a una nimiedad biológica frente al titánico tronco recubierto por epifitas (la entidad en sí misma un rico ecosistema). ¿Cuántos años llevará vivo? ¿Cuántas especies distintas habitaran sobre su extraordinaria fisionomía? ¿Cómo lo habrán medido? ¿Qué tan profundo llegarán sus raíces?

Mis sentimientos alternan entre el azoro y el coraje. Coraje debido a que no hace mucho tiempo este coloso botánico era tan solo uno entre millares, su sobresaliente anatomía casi una norma en la arquitectura leñosa que solía salpicar toda la isla. Sin ir más lejos, Redmond O’Hanlon encontró tantos árboles descomunales a su paso hace tan solo unas décadas que tuvo que abandonar la pretensión inicial de catalogarlos. En la actualidad, en cambio, nos vemos forzados a peregrinar en su búsqueda y rendirles pleitesía como si se tratara de ruinas sacras. Vestigios de imperios gloriosos. Los últimos suspiros de un mundo ya perdido. 

Retomamos el sendero. Conforme transitamos con cautela por terrenos pantanosos recuerdo a la canadiense Birutė Galdikas, de quien estoy leyendo Reflexiones del Edén: Mis años con los orangutanes de Borneo, y que junto Jane Goodall (y su trabajo con los chimpancés) y Dian Fossey (en lo que respecta a los gorilas), es una de las musas de la primatología moderna. Todas ellas discípulas del célebre antropólogo Louis Leakey (bautizadas por la misa Galdikas como «Los Ángeles de Leakey») y quizás las tres personas que mayores esfuerzos han realizado por la conservación de los grandes primates; a Fossey incluso costándole la propia vida. Es en buena medida gracias a los estudios minuciosos y obra de Galdikas que sabemos algo sobre la etología de los únicos grandes simios asiáticos.

Me imagino cómo habrán sido sus días en el campo, todos esos años que pasó en estas selvas siguiendo los rastros cobrizos entre los techos del bosque. No debió de ser nada sencillo, siendo que los orangutanes pasan prácticamente toda su vida (hasta 90% del tiempo) encaramados en las copas de los árboles y suelen desplazarse grandes distancias. Pero la voluntad de Galdikas siempre ha brillado por su tesón. Se cuenta que cuando le expresó a su mentor que tenía la intensión de dirigirse a Borneo para estudiar a los orangutanes, Leakey le advirtió que si tal era el caso tenía que extirparse el apéndice, porque en la selva indonesia no habría hospitales que pudiesen atenderla en caso de sufrir una apendicitis. A lo que ella respondió que estaba dispuesta no solo a operarse del apéndice sino también a quitarse las amígdalas de ser necesario. 

Días más tarde Leakey le dijo que solo había sido una prueba para comprobar si realmente estaba dispuesta a afrontar todos los obstáculos que le aguardaban en el camino. Obstáculos contra los que sigue luchando a sus setenta y seis años de edad en su afán infatigable por proteger a los simios pelirrojos.   

Unos kilómetros más adelante un cilindro yace sobre el sendero. Parece una especie de manguera negra y gruesa que cruza en línea recta los dos metros de ancho que tiene el camino. –¿Qué carajos hace esa tubería aquí? –pienso, mientras me enfurezco por el mero hecho de su existencia, las huellas del desarrollo y el ineludible impacto de la humanidad. Ofuscado, acoto los últimos pasos en dirección de ese pedazo de civilización que vino a desvanecer el espejismo de encontrarnos en un lugar bien conservado, cuando un alarido de Ana interrumpe mi avance… 

Mi pie queda congelado en el aire al tiempo que el resto de mi cuerpo sigue sin comprender por qué ella grita de esa manera. Estoy a punto de verter mi odio hacia ella en el instante que observo, no sin asombro, que la manguera se está moviendo. El contorno cilíndrico gira sobre sí mismo y de forma casi alucinante revela su verdadera identidad: se trata de una imponente cobra real de no menos de tres metros de largo.

Mientras ahogo un grito me doy cuenta de que soy un ente de ciudad. Aunque me cueste aceptarlo, y por mucho que me guste ufanar de ser un naturalista versado, la realidad es que no cuento con lo necesario para ser un verdadero biólogo de campo. En todo caso, me alegra constatar que la elección de pareja una vez más parece haber sido acertada, de otra manera aquí podría haber acabado la historia.

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Hacia finales de la última semana que pasamos en Borneo remontamos el río Kinabatangan a bordo de una pequeña canoa arropados por una noche sin luna. La incesante sinfonía artrópoda rasga el ambiente a la par que los haces de nuestras linternas escudriñan las penumbras en busca de ojos expectantes. 

Estamos cerca de Sukau, un poblado rivereño rodeado por selva degradada y parches de plantaciones de palma. El entorno dista bastante de la jungla virgen que uno imagina cuando piensa en riqueza taxonómica, sin embargo, la presión impuesta por la persistente expansión del monocultivo ha ocasionado que el corredor de vegetación que bordea los quinientos sesenta kilómetros del río –desde su nacimiento en las montañas del suroeste de Sabah hasta su desembocadura en el mar de Sulu, al este de Sandakan– se perfile como el último refugio para los sobrevivientes de la fauna local. Entre ellos, diez especies distintas de monos (cuatro de estas endémicas de Borneo, incluyendo varios cientos de orangutanes), así como elefantes enanos, rinocerontes de Sumatra, nutrias, pitones reticuladas, osos malayos, cuatro especies de felinos y más de doscientos tipos de aves.

Tenemos programadas dos salidas más al agua, una al amanecer y otra durante el crespúsculo, para intentar dar con el monarca bermejo de estos lares. No obstante, eso tendrá que esperar hasta mañana; ahora la oscuridad nos engulle, los murciélagos revolotean por los aires y las criaturas nocturnas aguardan entre las sombras. Lo primero que hallamos es un cocodrilo tumbado sobre la orilla. Poco más adelante toca el turno a una pareja de búhos gigantes, después una tortuga emerge desde la profundidad y una civeta se aproxima a beber al margen. Posteriormente tenemos oportunidad de ver otra de las fieras que más me apasionan: un varano de agua. Y aunque tristemente no encontramos loris, la velada termina con una nutrida tropa de langures plateados que duermen en la copa de un gran árbol. 

En lo que acontece a la exploración selvática existen pocos métodos más productivos que remontar las aguas de un río. Quien haya leído a Wallace, Conrad o al ya citado O’Hanlon lo sabrá bien; el cobijo de la corriente permite pasar desapercibido y aproximarse a los habitantes de la floresta sin ahuyentarles. Al menos así sucede en Kinabatangan, donde hemos tenido tantos avistamientos de animales que por momentos me invade la sensación de encontrarme en un safari y debo hacer un esfuerzo por recordar que esto es el medio silvestre, que todos los organismos que encontramos son salvajes y que están inmersos en sus actividades cotidianas.

Zarpamos cuando el día apenas despuntaba y la verdad es que para este momento me siento ya narcotizado, los encuentros zoológicos son tan continuos que desafían mi capacidad de asombro. Decenas de especies se secundan unas con otras como si se tratara de piezas en un museo, pero un museo que está vivo; que respira. Que –a pesar de todo– perdura en pleno antropoceno. Por un segundo me dejo llevar por la emoción, la rampante biodiversidad que confronto me hace pensar que no todo está perdido: que aún hay esperanza. Sin embargo, la desazón retorna al caer en cuenta de lo idiota que es nuestra especie. Cambiar toda esta riqueza biológica por aceite de palma. Y ¿para qué? Para confeccionar galletas, jabones, bálsamos labiales y Nutela. Vaya desperdicio. 

Si los huesos de Borneo son así de impresionantes me cuesta concebir lo exuberante que debió haber sido el organismo antes de que lo decapitáramos. Es como intentar imaginar un dinosaurio a partir de sus muelas. Entonces me sosiega la certeza de que seremos pasajeros. Tarde o temprano el Homo sapiens quedará relegado a un estrato más del registro fósil y la Tierra permanecerá, la vida se levantará tras esta cruenta batalla y seguirá adelante, reinventándose como lo ha hecho durante miles de millones de años. 

Sobre tales rieles se desliza mi tren de pensamiento cuando escucho pronunciar al guía las palabras que tanto había esperado: «Oran-gutan» «¡Oran-gutan!»… 

Sigo el eje de su mirada para descubrir que, en efecto, encaramado en un árbol a unos diez metros de distancia yace un contorno de pelaje cobrizo. Pareciera un macho joven y se encuentra recostado sobre el nido en el que pasó la noche. 

El simio arranca un palito y comienza a rascarse un oído, por lo demás permanece inmutable ante las miradas voyeristas de sus primos cercanos. Yo me olvido de todo, incluso de sacar fotos. Consumido por ese peculiar carácter extático que trastoca el momento en el que los sueños se materializan, me limito a intentar absorber la escena con todo mi ser; consciente de que, si la historia evolutiva hubiera sido ligeramente distinta, podría ser que fuera él el que me estuviera viniendo a ver a mí. 



Una versión preliminar de este texto se publicó como: Los huesos de Borneo, expedición a los mares del sur, reportaje especial para Vice.com, 2017 (dos entregas). 

Una versión posterior apareció en la antología: La Sociedad de Científicos Anónimos, Festina Publicaciones-Secretaría de cultura, México 2018, páginas totales 206.

Finalmente, la versión aquí incluida, forma parte del libro: Fieras Familiares, Libros del Asteroide, España 2022

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