En busca del primate más pequeño del mundo

Fotos por el autor y por Carlos López

 

Tocan a la puerta con cierta insistencia. Abro los ojos para encontrarme con una silueta inquietante: una araña enorme que está cazando presas en la cara exterior del mosquitero que pende sobre la cama. Enciendo mi linterna y la observo estupefacto por unos segundos: su vientre es verde lustroso con rayas blancas, posee unos quelíceros intimidantes y tiene patas negras y puntiagudas; es más o menos del tamaño de mi pie y no, no está acechando insectos sino geckos. 

Con sumo cuidado de no importunar al bestial arácnido, emerjo sudoroso y abotagado del lecho en el que dormí apenas un par de horas. Afuera la jungla se percibe fresca y sugerente. Digamos que es exactamente lo opuesto a la tranquilidad: los chillidos estridentes de las chicharras inundan las penumbras y numerosos murciélagos surcan los espacios abiertos entre la maleza en busca de los últimos bocados nocturnos. Son las tres y media de la mañana y en Indonesia no hay luna.

Renny Linggar, nativa de estas latitudes y nuestra guía, nos recibe con una sonrisa maternal en la enramada destartalada que funge a manera de cocina: parece disfrutar de las caras somnolientas de los visitantes poco acostumbrados a estar de píe a horas tan impropias de la madrugada. Renny es una mujer energética y de rostro agradable, lleva el pelo negro revuelto sobre la cabeza y se mueve con agilidad. Tiene una de esas personalidades que inspiran confianza inmediata ⎯rasgo que resulta reconfortante, pues estamos a punto de sumergirnos en la noche selvática siguiendo sus pasos⎯ y su risa parece engullir a la persona que tiene enfrente. 

Nuestra anfitriona nutre un fogón con troncos secos al tiempo que elabora en torno a lo que nos aguarda durante las ocho horas que durará la expedición ⎯qué hacer en caso de extravío, cómo distinguir a las serpientes venenosas locales, en que zonas abundan los lodos movedizos, de que manera debería uno reaccionar ante el embiste de un macho alfa de macaco y demás concejos que podrían probar ser útiles durante la jornada venidera⎯. Las llamas crepitantes iluminan su anatomía y me llevan a pensar que su fisonomía recia y maciza encajaría sin mayores problemas en las montañas oaxaqueñas, después calculo que tendrá alrededor de cuarenta años.

Renny nos ofrece té de cardamomo con miel y pelotitas de arroz pegajoso con plátano, y nos indica que comamos de prisa; partiremos en diez minutos. Será imperante que nos desplacemos a buena velocidad durante la primera hora y media de recorrido, si es que pretendemos alcanzar el sitio donde habita el peculiar animal que venimos a buscar antes del amanecer: justo con las primeras luces del alba, se abrirá la única ventana de oportunidad para observar al escurridizo organismo en su entorno natural. Así es que sin más preámbulo, prendemos las lámparas de cabeza y nos adentramos en la vegetación oscura. 

Nos encontramos en el extremo norte de Sulawesi ⎯también conocida como Célebes o Wallacea⎯, una de las más de diecisiete mil islas que componen el archipiélago indonesio, se trata de la onceaba isla más grande del mundo, con forma de gran letra K y una superficie un poco mayor que la de Grecia tapizada por vegetación tropical, partida a la mitad por el Ecuador y franqueada al este por Borneo, al oeste por Molucas, al sur por Flores y al norte por las Filipinas. Para ser más exactos: estamos en las inmediaciones de la reserva “Tangkoko Batuangus”, una extensa capa de selva húmeda que se extiende entre la costa y la cima de tres montañas escarpadas.

Nuestro grupo está compuesto por cuatro integrantes: un fotógrafo colombiano, una ilustradora española, una abogada ambientalista de origen alemán y yo; los cuatro llevamos cerca de un mes recorriendo juntos estos parajes evocativos del pacífico sur y la jornada de hoy, al menos para mí, promete ser una de las más memorables del viaje. Si tenemos suerte podremos ver al curioso tarsio en libertad, sin duda, una de las manifestaciones más enigmáticas de la zoología y uno de nuestros parientes cercanos de menor tamaño.

A medida que nos abrimos paso a través de un sendero lodoso, Renny nos informa que, en los ochenta y siete kilómetros cuadrados que conforman la reserva, habitan unas 127 especies de mamíferos, 237 de aves, 104 de reptiles y anfibios e innumerables invertebrados; más de un tercio de todos estos tipos de fauna endémicos de la isla y la mayoría de ellos amenazados por la extinción. Además del tarsio, otros organismos emblemáticos de la zona son los macacos negros crestados (con apenas 5,500 ejemplares sobrevivientes), el cus cus enano, la tarántula azul, el calao rinoceronte y no menos de quince variedades de serpientes venenosas ⎯por suerte, casi todas con coloraciones crípticas y brillantes que permiten sorprenderlas antes de cometer la estupidez de pisarlas y arruinar el paseo. 

Poco más adelante llega el momento de guardar silencio, estamos oficialmente penetrando en los límites de la reserva y no quisiéramos arruinar la oportunidad de ver alguna fiera ahuyentándola con la verborrea. La noche sigue cerrada, el negro espesor únicamente es interrumpido por el haz de nuestras linternas y pequeños destellos luminosos que surgen en la floresta. Y no, no se trata de luciérnagas, sino de los ojos furtivos de numerosas arañas y escorpiones que merodean entre las sombras y que rebotan la luz artificial con reflejos de colores vidriosos.

Súbitamente la vegetación cambia, los arbustos y plantas rastreras dejan de dominar el paisaje para dar paso a troncos gruesos que se disparan hacia el cielo. El ambiente se percibe más húmedo y el sustrato de hojas en descomposición resulta reconfortante bajo las suelas. Renny guarda su machete y consulta su reloj, por su semblante es posible determinar que estamos a tiempo. Aprovechamos la pausa para beber agua de manera desaforada; a pesar de que el día aún no despunta, los cuatro extranjeros sudamos profusamente. 

Reanudamos la marcha. Poco a poco el espacio entre árboles comienza a incrementar, lo que permite avanzar más de prisa. Conforme apretamos el paso recuerdo que, en el extremo de los organismos de menor tamaño dentro de nuestro árbol genealógico, en realidad hay otros dos contendientes dignos al título del “primate más pequeño del mundo”: el lémur ratón de Madagascar (Microcebus rufus) y el tití enano del amazonas (Callihtrix pygmaea); ambos probablemente un poco más chicos que el tarsio. 

Pero no estamos aquí para constatar récords anatómicos ⎯en todo caso, podemos afirmar que el tarsio es el primate más pequeño del hemisferio norte de la Tierra⎯ sino para atestiguar en carne propia a una reliquia biológica, uno de esos animales reales pero que perfectamente podrían ser inventados, el mamífero con los ojos más grandes del planeta (al menos en relación a su cuerpo), un mono fascinante que cabe con facilidad en la palma de la mano y rara vez toca el suelo.

Existen alrededor de diez especies dentro del género Tarsius, todas ellas oriundas de las islas del sureste asiático y el Pacífico sur, algunas con rangos de distribución diminutos ⎯que se limitan tan solo a las selvas aledañas a un volcán en particular⎯ y casi todas gravemente amenazadas. 

Dependiendo de la especie, los adultos miden entre ocho y catorce centímetros de largo y no sobrepasan los ciento treinta gramos de peso. Son primates de hábitos nocturnos, cuya principal distinción es poseer los globos oculares más grandes en proporción al cuerpo de todos los mamíferos. Estos ojos saltones, usualmente rojos o amarillos, normalmente ocupan el 30% del cráneo del animal, lo que dificulta su movimiento. De hecho, no cuentan con músculos para rotarlos, por lo que, para ser capaces de escudriñar su entorno, presentan otra característica llamativa: un cuello tipo tripié hidráulico que permite la posibilidad de girar la cabeza casi 360º.

Las extremidades anteriores de los tarsios son relativamente pequeñas, pero las posteriores son largas y poderosas, extendiéndose a prácticamente el doble que el resto del animal, lo que los dota de gran destreza acrobática, pudiendo realizar saltos de hasta seis metros de altura. Sus manos son color rozado y están rematadas por dedos largos que terminan en discos redondos; recuerdan un poco a las del extraterrestre ET o a las que pueden ser observadas en las ranas arborícolas. 

La cola es más larga que el cuerpo, no se encuentra recubierta por pelaje pero suele terminar en un pequeño penacho tipo pincel. Las orejas prominentes y desnudas le confieren al organismo un semblante podría decirse que casi tierno, sin embargo, los tarsios son un caso raro entre los primates, pues son exclusivamente carnívoros: se alimentan únicamente de presas vivas, insectos, lagartijas, ranas y arañas que asechan durante sus paseos nocturnos y engullen con devoción.

De vuelta a nuestra expedición. Llevamos cerca de veinte minutos trepando por una ladera empinada, los resbalones repetitivos evidencian que somos gente de ciudad, pero es que no es tan fácil como parece: la lluvia sutil y persistente ocasiona que la faena sea equiparable a caminar sobre hielo. 

Al llegar a la cima el manto vegetal que corona las alturas vuelve a ser denso, el dosel forestal, que se alza veinte metros por encima de nosotros, es tan ceñido que las gotas de lluvia prácticamente no penetran hasta el suelo. Renny extrae su celular y hace una llamada. Los demás nos dejamos caer extenuados sobre un tronco podrido. Nuestra guía intenta localizar a su prima, que al parecer se adelantó por otra ruta para cubrir mayor terreno. Tras dos intentos fallidos, consigue conectar la llamada ⎯me sorprende comprobar que hasta en Sulawesi haya mejor señal que en México⎯, murmura al teléfono y nos voltea a ver con una sonrisa. Nos dice que tenemos buena estrella, pero que necesitamos darnos prisa y guardar silencio absoluto.

Avanzamos los siguientes cien metros lo más sigilosamente posible. Renny nos indica con señas que nos sentemos frente a un gran árbol y que apaguemos las linternas. Estamos en esa hora del día en que los primeros tintes de luz comienzan a dejar adivinar los contornos y las texturas, todo se ve color pardo. 

Transcurren diez largos minutos sin novedad. Luego diez más. Empiezo a considerar que quizás, después de todo, no tendremos tanta fortuna y me lamento por haberme emocionado tanto; los animales salvajes evidentemente no están a merced de nuestros caprichos naturalistas. La frustración se mezcla con el cansancio al tiempo que considero el factor de que cada día quedan menos animales y recuerdo una experiencia similar en la que por más que nos esforzamos no conseguimos encontrar orangutanes en una reserva de Borneo. No obstante, un sonido extraño interrumpe mis cavilaciones: un coro de silbidos y chasquidos agudos se aproxima desde la distancia.

Los llamados no se parece en nada a los demás ruidos de la selva. Son como un dialogo tupido de chillidos metálicos que por su frecuencia y ritmo entrecortado remiten a una especie de clave Morse. Las vocalizaciones se escuchan cada vez más cerca. Afilo el oído con expectativa y barro el entorno ansiosamente con la mirada. 

De pronto una silueta sale disparada de entre el follaje y aterriza sobre un tronco cercano. Después llega otra, y una más. Mi mirada se posa sobre los pequeños bultos de pelaje café claro y contemplo azorado a las criaturas recién reveladas. Son cinco en total, tres adultos y dos crías, y sus rostros dan la sensación de que los acaban de espantar. La tropa se detiene por un momento a analizar el entorno e intercambia algunas frases en su lenguaje silbante. Por sus movimientos coreográficos, agilidad notable y comportamiento en general calculador me recuerdan a ciertos personajes de La guerra de las galaxias, son como un escuadrón de pequeños monjes Jedi.

Los tarsios espectrales (Tarsius tarsier) viven en pequeños núcleos familiares de hasta siete individuos. Establecen un territorio de aproximadamente una hectárea que patrullan todas las noches en busca de alimento y al despuntar el alba se refugian para dormir en grupo. La gestación tiene una duración de ciento noventa días, tras los cuales las hembras dan a luz a una sola cría que pesa alrededor de un tercio del peso total de la madre (otra medalla para la especie: los recién nacidos más pesados en proporción al tamaño adulto de todos los mamíferos). 

Los ejemplares que tenemos enfrente saltan durante unos minutos entre las ramas aledañas al gran árbol, interactúan un poco más y finalmente, en una secuencia que pareciera ordenada, comienzan a desparecer en el interior de en una cavidad. Renny nos cuenta que este árbol es una de sus guaridas preferidas, pero que alternan entre distintos refugios según el día, por lo que no siempre atina a encontrarlos; ella ha seguido el desarrollo de este grupo en particular desde hace muchos años y conoce a cada uno de sus integrantes desde su nacimiento. 

La guía menea la cabeza con satisfacción, extrae unos cuantos grillos con forma de hoja de un frasco que llevaba guardado en su morral y los deposita sobre el tronco, cerca de la guarida de los tarsios. Pocos segundos más tarde los adultos de la tropa aparecen fugazmente, en un movimiento veloz se proyectan sobre los artrópodos, los atrapan utilizando ambas manos y mordisquean sus cabezas antes de llevarlos de regreso a la seguridad del nido. Renny nos dice que es su pequeña ofrenda por haberlos perturbado.

Cuando el velo de irrealidad de lo que acabamos de atestiguar se desvanece, el día ya ha clareado por completo y los cantos de decenas de pájaros desconocidos para mi cerebro recorren el techo botánico. El sol se filtra entre las hojas bañando el panorama con una luz dorada que por momentos resulta casi cursi. 

Seguimos nuestro camino como flotando, la experiencia fue breve pero contundente, no se si tanto como transformadora, pero definitivamente extraordinaria. Estamos tan obnubilados que ninguno de los tres primeros que caminamos en la fila atinamos a percibir el peligro inminente. Ni siquiera nuestra guía, con sus ojos entrenados, consigue sorprender al ofidio a tiempo para evitar un posible accidente. Solo la última persona del grupo es capaz de identificar al reptil que yace a un metro del sendero y junto al cual ya han pasado todas neutras ingenuas pisadas.

El grito nos detiene en seco. Atendemos a las señas de alarma y descubrimos una serpiente rotunda y de aspecto amenazante. Se trata de algún tipo de vipérido ⎯algo así como una nauyaca del viejo mundo⎯, es color verde limón casi fluorescente con patrones azulados y con facilidad alcanza el metro y medio de longitud. Seguramente, como el resto de sus congéneres, posee un veneno hemotóxico poderoso que licua los tejidos de su presa o del incauto, pudiendo finiquitar, si no se aplica antídoto, a un humano adulto en unas seis horas. 

En ese momento Renny sufre un ataque de histeria ⎯será la única vez que la veremos perder la compostura, pero supongo que es normal cuando se es responsable de un grupo de personas y se está a varias horas de distancia del hospital más cercano.

Media hora más tarde, damos con una tropa nutrida de macacos negros crestados (Macaca nigra). Son alrededor de cincuenta individuos y están forrajeando el suelo en busca de frutos caídos. En comparación con los otros primates que acabamos de observar, estos parientes nuestros resultan gigantescos, los machos alcanzan el metro de altura y los diez kilos de peso. Junto con orangutanes, gorilas y bonobos, son una de las especies de mono más críticamente amenazadas.

Las siguientes horas las pasaremos jugando a Jane Goodall, siguiendo y observando a la tropa en sus actividades cotidianas. Mientras miro a mi alrededor me surge una pregunta: ¿Por qué no todos los días pueden ser como este? Después reparo en que me muero de hambre, que el calor asfixiante supera los 37ºC, que ya no me queda agua en la cantimplora, que tengo cuatro sanguijuelas pegadas sobre las espinillas y que en mis brazos prácticamente no queda espacio de piel que no haya sido picada por moscos, y ya no me queda tan claro que así me gustaría que fuese.

Crónica publicada originalmente en Vice.com, mayo 2016

Una versión mucho más trabajada de este relato aparece en mi libro Fieras Familiares, Libros del Asteroide 2022

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