Mis genes y el gran éxodo de la humanidad
Apuntes sobre el mono migrante.
Abrí los resultados de mi examen genético con la premura y ansiedad correspondientes a la espera prolongada tras muchas noches agitadas por la efervescencia de la duda. Finalmente tenía ante mí el documento que develaría la respuesta a la interrogante fundamental: ¿de dónde venimos? O, mejor dicho, ¿de dónde provenía yo realmente?
Para aquellos que nos abstenemos de secundar explicaciones metafísicas, la especie humana, como el resto de los seres vivos, es producto del mecanismo de prueba y error biológico —adaptación al entorno en función de mutaciones casuales ocurridas al interior de los genes—, es decir: de la poderosa evolución por medio de la selección natural. El consenso científico actual, basado en amplios estudios filogenéticos y sustentado por las evidencias fósiles más recientes, postula que nuestro mito fundacional se encuentra en África y data de hace aproximadamente trescientos mil años.
Cierto es que este marco de tiempo podría cambiar a merced de posibles hallazgos futuros, a fin de cuentas, el registro fósil es parcial y se encuentra oculto en los sustratos del planeta; sin embargo, con respecto a la maza continental donde aconteció el amanecer del hombre, no hay mayor misterio. Recordemos que no venimos del mono, somos monos; y, como tales, compartimos gran parte de nuestra historia evolutiva con el resto de los homínidos y grandes primates. Así que mis dudas no apuntaban tanto al origen de nuestro grupo taxonómico, sino a cómo encajaba yo en éste. O, más específicamente, de qué manera se habían ido colocando las piezas del rompecabezas hereditario que desembocó en mi persona.
La manera de averiguarlo parecía, al menos en primera instancia, accesible: someter mi saliva al análisis clínico de ADN del denominado Proyecto genográfico.1 Un ambicioso estudio internacional, a cargo del National Geographic, que desde el 2003 busca trazar el mapa global de las migraciones que ha emprendido nuestra especie a lo largo de su andar por el mundo. La idea de esta investigación —actualmente en pleno desarrollo y que se suma a otras iniciativas científicas similares— es que, a partir de las diferentes historias puntuales de quienes se suscriban al examen, es posible inferir principios unificadores para los distintos conjuntos que integran a la gran estirpe humana; hallando así ancestros comunes para tales grupos; y, de esta manera, una vez que se cuente con los suficientes participantes, conseguir revelar una radiografía completa y multitemporal de nuestra dispersión por el planeta. Un mantra científico que reza algo en el tono: tú historia, nuestra historia, la historia de la humanidad. Según los datos de inscripción que habría de descubrir cuando por fin conseguí hacerme la prueba, yo figuro como el participante número 831, 251 en utilizar el kit GENO 2.0; pero a eso llegaremos más adelante.
Así pues, la enmienda se presentaba prometedora: valiéndose de ciertos marcadores genéticos, específicamente mutaciones en el cromosoma Y o variaciones sucedidas al interior de las mitocondrias, el diagnóstico seguiría los pasos de mi estirpe hacia atrás en el tiempo. Recapitulando los andares a través de la geografía no sólo de mis parientes inmediatos, sino de uno y cada uno de los sujetos que me precedieron en el árbol genealógico hasta sus raíces subsaharianas: cazando el tenue rastro dejado atrás, por la evolución molecular, sería posible remontarse desde mi madre hasta la «Eva mitocondrial», y desde mi padre hasta el «Adán cromosomal-Y». La narración biológica inscrita en los ácidos nucleicos de las células de todo individuo; la gran novela química heredada y aumentada generación tras generación desde los amaneceres mismos del Homo sapiens: la saga de mis genes y su flujo a lo largo de la gran marcha de la humanidad.
En juego estaba no sólo mi linaje directo, sino una fracción clave de todo nuestro grupo taxonómico. Entre otros aspectos relevantes, descubriría que porción de mi material genético proviene del hombre de Neandertal.
Dependiendo de qué tan interesado se esté en materia de identidad previa a la fecundación, cuántas horas se haya dedicado a hurgar en los huidizos registros civiles o qué tanta atención se preste a los relatos de los miembros más ancianos del clan, es probable que se sepa quiénes fueron nuestros bisabuelos; posiblemente, incluso, se tenga noción sobre algunos de los tatarabuelos más emblemáticos, pero no mucho más. Recordemos que las ramas del árbol genealógico, vistas hacia el pasado, crecen de manera exponencial: contamos con dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así sucesivamente conforme más nos adentramos en las profundidades de la memoria y pisamos los inciertos terrenos de una época en que no existían los censos nacionales. No, la moción de arqueología autobiográfica no es una faena sencilla. Menos cuando metemos a la ecuación el carácter intrínseco que tenemos los humanos por migrar.
Nada más natural para el altamente adaptable mono consciente que desplazarse en pos de satisfacer sus necesidades primordiales. Es un rasgo inherente a nuestra especie migrar hacia todos los confines del globo terráqueo en búsqueda de mejorar las condiciones de vida. A excepción de aquellos apellidos que se fincaron tempranamente con títulos nobiliarios, la mayoría de familias no pasan más de un par de generaciones en el mismo lugar. Estiremos el marco temporal lo suficiente y será claro que todos somos descendientes de migrantes. Cada uno de nosotros producto de la diáspora perpetua del hombre. En el caso particular que acontece a este texto, mi familia paterna proviene de Sinaloa, al menos hasta los recuentos que datan del siglo XVIII, los Cotas, Peñuelas, Sotos, Baldenebros y demás antecesores de mi persona eran oriundos de pequeñas rancherías enclavadas en la sierra sinaloense (no obstante, los ojos claros de algunos de mis tíos evidencian que el linaje no es completamente endémico de aquellas latitudes). Mientras que, por mi lado materno, los Hiriart parecen haber brotado del País Vasco francés antes de que uno de mis tatarabuelos se afincara en Chihuahua, y los Urdanivias y Balderramas presentan historias semejantes de inmigración con leyendas de una tatarabuela Cora o Apache flotando por ahí.
Si es que el escritor Frank Bures está en lo correcto y sacamos sentido del mundo solo a través de las narrativas que nos formulamos de éste, entonces complementar la historia personal tendría que ser motivo de curiosidad para toda persona cuerda —la penitencia no se lleva en el nombre sino en la carga genética—. En De animales a dioses el historiador Yuval Noah Harari argumenta que fue justo nuestra capacidad de generar ficciones la que catalizó la revolución cognitiva que nos llevó a cimentar las bases para llegar hasta donde estamos, superando, o, mejor dicho, aniquilando, a los varios otros grupos de homínidos con los que compartimos el planeta durante buena parte de nuestra evolución.2
¿Qué son la religión, el dinero y la política si no meras convenciones ficticias establecidas para generar coerción social? ¿Qué es la ciencia si no cuentos que pretenden explicar racionalmente los fenómenos que nos rodean? Curiosamente, por más adelantadas que sean, las inteligencias artificiales no atinan a comprender la coherencia causal que distingue a nuestras narraciones: esa lógica implícita que amalgama los acontecimientos con su catalizador y en qué sentido podrían ser relevantes para que la historia que se está contando venga a cuento en un momento dado.
El caso es que abrí los resultados de mi examen genético con desespero para encontrarme con los siguientes rubros: ancestría regional (abarca de hace 500 a 10,000 años), ancestría profunda (abarca de hace 1000 a 100,000 años) y ancestría homínida (de 50,000 años al pasado más remoto). Escrudiñé el primer apartado para llevarme la primera sorpresa: la infografía arrojaba que, de acuerdo con los marcadores genéticos considerados, yo era 72% sureste europeo, 13% nativo americano, 6% asiático del este, 4% centro europeo, 3% judío y 2% centro africano.3
Mentiría si dijera que estos datos no ensombrecieron mi ánimo por un momento. Era de suponerse que, debido a la cruenta historia de la Conquista, durante la cual, según algunas fuentes, perecieron la gran mayoría de los pobladores originales del continente americano,4 buena parte de mi material genético tendría que provenir del viejo mundo; pero el 72% me parecía definitivamente demasiado. Más si uno se inclina, como yo, a considerar que, al menos en lo que respecta a nuestro grupo filogenético, la teoría de Georges Buffon, que propone que las especies se van demeritando conforme se alejan de sus centros de origen, se perfila como acertada. No es que tenga algo en contra el hombre blanco, de hecho, no tengo nada en contra ninguna raza —al contrario, me profeso partidario a celebrar la relativa plasticidad del bauplan humano—, sin embargo, no se requiere contar con un alto grado de nociones zoológicas para constatar que en términos anatómicos estamos muy por debajo de nuestros parientes de tez oscura.
Lo cual, volviendo a mis resultados, constituye una especie de autogol al orgullo personal, siendo que, muy a mi pesar, cuento con una reminiscencia casi insignificante del 2% de genes africanos. Las moléculas no perdonan y no hay nada que se pueda hacer al respecto: imposible cambiar el pasado y convencer a los fantasmas pálidos de que tendrían que haber puesto mejor empeño a la hora de elegir parejas potenciales para engendrar descendencia. En todo caso, me alegra ese 13% nativo americano que aún fluye por mis venas y que comprueba que las leyendas sobre aquella posible tatarabuela indígena son veraces.
Pero tampoco perdamos la dimensión de las cosas; a fin de cuentas, las pequeñas sagas familiares únicamente tienen valor a los ojos de sus integrantes. Los individuos solo importan para mantener el flujo de vida constante. Las tribus que conformamos, relevantes tan solo como una estrategia eficaz para defendernos de posibles depredadores, entregar los preciados genes a la siguiente generación y así perpetuar la especie. La realidad es que, los casi ocho billones de humanos que caminamos en este momento sobre la faz de la Tierra, como lo ha mostrado el estudio referido, somos mucho más cercanos genéticamente hablando los unos a los otros de lo que podría parecer.
La verdadera diversidad se adquiere con el tiempo, y nosotros, con apenas trescientos mil años de existencia, integramos una especie sumamente joven; sin mencionar que estuvimos a punto de no lograrlo. Los motivos exactos aún se desconocen, pudieron tener que haber visto con fluctuaciones en el clima, pero en un momento cercano a la mitad de nuestro recorrido por el mundo peligramos con extinguirnos. Esto sucedió cuando nuestros antepasados tempranos aún no abandonaban la estepa africana. Debido al proceso se estima que la población total de Homo sapiens se limitó a apenas unos cuantos miles de representantes (fenómeno que se designa en biología como “efecto cuello de botella”), de los cuales todos descendemos.5
Claro que, para desgracia de la salud planetaria, no sólo perduramos (la mala hierba es difícil de erradicar), sino que, hace aproximadamente sesenta mil años, conseguimos escapar del Continente africano y dispersarnos trepidantemente por el mundo. Nos llevó poco más de doscientos mil años abandonar las estepas que nos vieron surgir. Pero una vez conseguido esto, en tan solo una fracción de ese tiempo, alcanzamos todos los rincones de la orografía. Quizás, además de contar con el don de frotar un palo contra hierba seca y crear fuego, éste sea uno de los aspectos más remarcables de nuestra especie: la virtud de migrar y establecer poblaciones en todos los confines del planeta. Cientos de miles de asentamientos que en el presente podrían sugerir un falso espejismo de variabilidad. Sin embargo, por mucho que nos guste ufanarnos de lo contrario, en realidad no somos tan distintos.
Se trata de un problema de perspectiva. Para alguien que no consume refrescos, por ejemplo, la supuesta inmensa variedad de sabores que se ofertan en el mercado no son más que una repetición prácticamente imperceptible de la misa cosa: agua carbonatada mezclada con azúcar y colorantes. De manera semejante, vistos desde fuera, los humanos no somos más que una gran manada de primates balbuceantes indistinguibles entre sí. Un amasijo de carne, pelos y huesos mamiferoides con la particularidad de contar con un cerebro poderoso, lenguaje abstracto y una capacidad notable para perturbar el entorno. Simios migrantes, vanidosos y despiadados, obsesionados por transcender a su propia finitud, pero condenados a no ser más que una nimiedad en el registro fósil.
Texto impreso publicado como: Apuntes sobre el mono migrante. Mis genes y el gran éxodo de la humanidad, 2018 Revista Avispero No. 12 año 5, pp. 112-118
Fuentes de consulta
1 Información sobre el Proyecto genográfico: https://genographic.nationalgeographic.com
2 Al menos durante sus primeros 130,000 años de existencia, el Homo sapiens compartió el planeta con, por lo menos, otros seis tipos de humanoides: neandertales, el pequeño hombre de Flores, el hombre de Denísova, Homo erectus, H. heidelbergensis, H. naledi. Con excepción de los neandertales, aún es motivo de especulación si sucedieron hibridaciones entre los distintos grupos y el nuestro. Y en caso de que así fuera, ¿qué tan significativa resultaría ser ésta para la variante moderna del Homo sapiens?
3 Para los contados lectores que el asunto probara ser de más interés que estas páginas, aquí un resumen ilustrado de todos mis resultados: https://genographic.nationalgeographic.com/results/infographic
4 Un estudio reciente determinó que una brutal epidemia de salmonella pudo haber aniquilado hasta el 80% de los indígenas mexicanos durante el primer siglo de la Conquista: http://www.nature.com/news/collapse-of-aztec-society-linked-to-catastrophic-salmonella-outbreak-1.21485?WT.mc_id=TWT_NatureNews
5 Hace aproximadamente 150,000 años la población humana se separó en dos grandes grupos. Uno localizado en el sur, y el otro, en el norte de África. No es claro debido a qué razones, pero se estima que poco después los números de ambos grupos se redujeron drásticamente hasta que no quedaron más de un par de centenas totales en cada uno: http://news.nationalgeographic.com/news/2008/04/080424-humans-extinct_2.html
Erika
Como siempre disfruté leyendo su muy atinado e informativo artículo.
Yo no tengo ni la más mínima del mi ancestría y , al igual que en su caso, circulan muchas historias que la niebla del tiempo impide filtrar de las verdades. Es mejor así.
Yo lo único que sé es que soy una persona mortal, frágil y dependiente de su entorno, un ser vivo al que algo diminuto como un virus podría aniquilar.
Me duele profundamente la soberbia de los hombres, una soberbia tan grande que me hace reír.
Ninguno de los «señores de la guerra» que hoy amenazan con aniquilar al mundo es inmortal ¿Me pregunto como reaccionarán cuando estén al borde del camino del que nadie regresa?
Entonces, ya muy tarde, comprenderán que toda su egolatría y su poder no valen nada.