La prodigiosa autofecundación de las tenías
Cuando para reproducirse lo único que hace falta es tener sexo con uno mismo
Pocos entes más estremecedores que aquellos que allanan nuestros intersticios y los convierten en su morada. Los tejidos sobre los que se edifica el sagrado templo personal irrumpidos por forasteros invertebrados —algunos de ellos acéfalos; varios más, unicelulares y amorfos; otros tantos, vermiformes y escurridizos— que violan la propiedad privada más irreductible: las entrañas, y tornan la magra carne que nos pertenece en terreno próspero para la grata existencia parasitaria.
Nuestro santuario corporal, ese predio orgánico que nos gusta considerar como infranqueable, usurpado; el límite del individuo, pervertido; la constitución personal forzada a prestar servicios hospitalarios y compartir la mesa con aquel inquilino anatómico que arribó sin anunciarse. Los órganos profanados en busca de cobijo, el torrente sanguíneo embargado para la movilización del visitante, el vientre reconfigurado para prestar bonanza alimenticia al morador indeseado y llegado el momento fungir como entorno fértil para la procreación del huésped. Nido cálido en el que se engendrarán los huevecillos que darán lugar a una nueva generación de polizontes; más parásitos que, a su vez, asaltaran otros cuerpos y doblegarán, según sea el caso, tripas, intestino, músculo, cerebro o corazón.
Por supuesto que no nos estamos refiriendo aquí al extenso catálogo de entes que integran el microbioma humano (miles de especies cuyo hogar se encuentra en los resquicios de nuestro ser y con las cuales hemos entablado una relación de beneficio e interdependencia a lo largo de siglos), ni a los vastos confines que competen a virus y bacterias (que requerirían de un ensayo a parte), sino al nutrido panteón zoológico de depredadores sigilosos que se valen de corromper y asentarse dentro de fisiologías diversas para poder existir. Moluscos, artrópodos, protozoarios y helmintos que se destacan por seguir una pauta vital cuya condición existencial subyace en realizar una invasión silenciosa de los demás: la infestación perpetua y total del resto de seres vivos como su máxima utopía.
Y si por un momento permeara la garrafal y equivoca concepción de que en el mundo natural la práctica de apropiación de anatomías ajenas es poco favorecida, quizás sería importante aclarar que en realidad, y por sorprendente que pueda llegar a parecerle al naturalista poco versado, sucede exactamente al contrario: el parasitismo se erige como la forma de vida más extendida en el planeta; no importa a qué escala de tamaño nos aboquemos, ni en cuál de sus múltiples dimensiones transitemos, el planeta Tierra es ante todo un sitio en el que reinan los okupas.
La estrategia evolutiva de invadir al otro ha probado ser tan exitosa que no existe ser vivo que no cuente con un bestiario particular de taxonomías que lo parasiten; cada especie de animal, planta, bacteria u hongo, con su abanico de intrusos particulares. Que, de hecho, tienen una injerencia directa sobre la ecología en sentido amplio, ya que esgrimen una influencia constante sobre el tamaño y la densidad de las poblaciones y, por consiguiente, moldean el panorama biótico del medio ambiente. Dicho de manera simple: en menesteres de control natal son ellos los que llevan las riendas del juego.
Sin ir más lejos, no son pocos los ecosistemas en los que la abundancia total de parásitos, tanto en número como en términos de biomasa, supera a la del resto de individuos. Con lo cual, creo, se puede empezar a vislumbrar el por qué de la presente apología. Sin pasar por alto que una gran cantidad de estos invasores corporales cuentan con la perturbadora capacidad de secuestrar la mente de sus hospederos y controlar su voluntad, manejándolos desde sus adentros como si se trataran de marionetas, alterando su conducta por medio de químicos sofisticados, arrebatándoles el libre albedrio y cambiando drásticamente el destino del afectado.
Si limitáramos el enfoque a las ramas del árbol filogenético que corresponden a la fauna, en cada uno de los phylums que integran el gran conjunto de los metazooarios podemos encontrar representantes de este estilo de subsistencia. Avispas que lobotomizan arañas y las convierten en sus esclavas, lombrices que empujan a los grillos que parasitan al suicidio por ahogamiento, crustáceos que tras devorar la lengua de un pez se quedan a vivir en su lugar dentro de la boca de su pobre víctima. Y por si quedara duda, sí: también existen los parásitos que parasitan a otros parásitos que a su vez parasitan a otros que… así que no lo olvidemos: aunque bajo el restringido entendimiento humano y debido al sesgo temporal intrínseco a nuestro brevísimo paso por la historia podría parecer de otra manera, la verdad es que los que mandan, y siempre lo han hecho, son ellos; el resto somos solo contenedores.
Es posible entonces que comience a dibujarse la sospecha de que nuestras preconcepciones biológicas se encuentran cimentadas sobre asunciones resquebradizas, y en dado caso sin lugar a dudas se estaría siguiendo la pista correcta, pero tampoco nos pongamos ahora una meta tan distante y compleja de estructurar, simplemente quedémonos con la noción de que los parásitos merecen ser revalorados en toda la extensión del término y mostrémonos un poco más humildes, cuando no plenamente perplejos, al tratar con sus distintas manifestaciones.
Pero no sigamos elaborando, supongo que el punto ya quedó claro, mejor mantengamos las cosas simples y constriñamos la narración a los parásitos que encuentran en el interior del Homo sapiens morada prometedora (nada como un poco de antropocentrismo para mantener la tensión), y de entre las decenas de fieras potenciales quedémonos tan solo con aquellas afines al esquema vermiforme, es decir, los helmintos; o si se prefiere un lenguaje más coloquial: lombrices, gusanos y platelmintos digestivos.
Los hay de toda índole, pequeños que infestan la cavidad abdominal por millares, redondos que emergen por la noche a depositar sus huevecillos sobre los glúteos del desafortunado, y los planos y alargados, que se inclinan por una existencia solitaria en el lumen de nuestras vísceras. Y son precisamente de estos últimos de los que en realidad quería hablar, pues presentan una de las conductas reproductivas más sorprendentes-sobresalientes-completamente-fuera-de-serie y absolutamente desconcertantes del reino animal: la posibilidad de cruzarse consigo mismos.
Las tenias o solitarias, son un grupo de gusanos planos o platelmintos de la clase de los cestodos que integran el género Taenia, representado en la actualidad por 32 especies, cuyo cuerpo blanquecino y aplanado asemeja un listón o fetuccini segmentado que según la especie puede alcanzar hasta los 15 metros de largo; piénsese en la plataforma más alta de una torre de clavados olímpica y súmese la profundidad de la fosa, luego imagínese una lombriz de tales dimensiones y colóquese dentro de las tripas de un mamífero desdichado.
Por si su descomunal tamaño, que por cierto iguala y en algunos casos supera al de las serpientes gigantes, no fuera ya suficiente, las tenias cuentan con uno que otro carácter agobiante, por ejemplo, los órganos de fijación presentes en su escólex (segmento frontal, lo que en otros organismos sería la cabeza) y que pueden ser de dos tipos: cuatro ventosas poderosas o bien un róstelo con varias hileras de ganchos y garfios, aditamentos que le sirven para anclarse al interior de las paredes del intestino de su víctima y una vez conseguido esto alimentarse como si se tratara de un calcetín o bolsa alargada de aspiradora.
Tres de estas bestias invertebradas (T. solium, T. saginata y T. asiática) resultan de gran importancia para las políticas de salud pública, pues el humano funge como su hospedero definitivo (dentro del cual se reproducen) y dependiendo de la vía de transmisión, básicamente si esta sucede a través de quiste o de huevo, será que uno acabe con una lombriz de seis metros en la panza o bien, con un temible cisticerco clasificado en el cerebro.
De las tres especies mencionadas quedémonos solo con las dos primeras, pues T. asiática está confinada a países orientales. Las otras dos, T. solium y T. saginata, cuyas parasitosis en México se cuentan en las decenas de miles de casos anuales, presentan un ciclo de vida que requiere de infectar a dos hospederos distintos para poder desarrollarse: cerdo-humano y res-humano respectivamente.
Cuando el primer hospedero, porcino o bobino, consume los huevos provenientes de las heces fecales de humanos infestados, estos eclosionan y dan lugar a una oncosfera, que migra por el torrente sanguíneo hasta alcanzar el músculo o sistema nervioso central donde se aloja y madura hasta alcanzar la fase larvaria denominada como cisticerco (una especie de quiste de unos 5cm que contiene el escólex o porción cefálica de la tenia). Posteriormente cuando una persona consume estos quistes con la carne cruda o mal cocida del puerco o la res contaminada, el escólex es liberado y, como ya dijimos, se fija al intestino por medio de sus ganchos o ventosas. Y en tan solo tres meses nuestra querida lombriz, o si se prefiere solitaria, alcanzará la madurez sexual y con ello la etapa adulta (que con el tiempo podrá llegar a medir unos seis metros de largo), momento a partir de cual sucede la reproducción y el ciclo vuelve a comenzar.
Ahora bien, cuando la trasmisión sucede de humano a humano y no de ganado a humano, es que se presenta el cuadro denominado como cisticercosis, que puede devenir en ataques epilépticos e incluso la muerte por la calcificación de esos temibles cisticercos en el cerebro. Situación que acontece por la ingesta de huevos provenientes de una persona infestada, o para ser más claros por coprofagia, es decir básicamente porque el taquero —que quizás ignore que tiene una solitaria merodeando en su vientre— no se lavó las manos después de ir al baño; o por esas fresas u hortalizas regadas con aguas negras; o por… ponga usted su imaginación a trabar.
Pero volviendo a lo que nos atañe, expongamos de una buena vez lo verdaderamente milagroso de estas criaturas: su prodigiosa autofecundación. Y es que, como mencionamos, se trata de gusanos planos y segmentados, es decir que su cuerpo está conformado por cientos de segmentos, llamados proglótides, que son hermafroditas y que cuentan con la sorprendente facultad de fecundarse unos a otros: encarnando así a una especie de madre-padre casi mitológico que da vida a cientos de miles de vástagos.
Como si fuera un tren que se compone por múltiples vagones independientes entre sí pero que integran una sola unidad, cada una de estas proglótides contiene un aparato reproductor hermafrodita completo (con poros genitales irregularmente alternados sobre su superficie tegumentosa) pero comparten un sistema nervioso común con el resto; dependiendo de la especie, este cuerpo-tren puede llegar a contar hasta ¡mil segmentos por individuo! Que se organizan de la siguiente manera: las proglótides más cercanas al escólex son las más jóvenes e inmaduras (pues a partir de la porción cefálica es que el organismo va creciendo); las maduras, que pueden reproducirse entre sí, se localizan hacia la parte central del cuerpo; mientras que las terminales son las grávida y suelen estar repletas por millares de huevecillos. Estas proglótides grávidas de la parte posterior son las que se van desprendiendo del resto de la solitaria y que, al ser evacuadas junto con las heces del hospedero, funcionan como la fuente de propagación.
Si hiciera falta elevar este poder supremo de procreación al siguiente nivel, considérese que el proglótido promedio es capaz de producir decenas de miles de huevos y que cada tenia se compone por cientos de tales segmentos. Factor que, aunado al hecho que durante cientos de miles de años las solitarias han perfeccionado su estrategia de invasión sigilosa, dan una idea del tremendo problema que tenemos entre manos, o mejor dicho entre tripas, ya que la teniasis suele ser asintomática. Muchas veces la persona infestada tarda años en percatarse de la gran lombriz que habita en sus adentros, lo cual al menos desde el punto de vista del parásito tiene todo el sentido, pues mientras más tiempo pueda pasar invertido —procreando plácidamente dentro de las entrañas ajenas— mayor será su legado genealógico.
Así que el polizonte anatómico se esmera por mantener a su hospedero contento, sin inflamaciones ni mayores afecciones gástricas más que la perdida de peso, fenómeno que en general es bien recibido por el incauto, e incluso en casos extremos es buscado con alevosía y ventaja: la infame dieta de la solitaria, que se dice es socorrida por ciertas modelos que ingieren una lombriz por voluntad propia para mantener la línea. El punto es que, entre tanto, nuestra querida protagonista se multiplica gozando del glorioso sexo consigo misma mientras que el resto de criaturas tenemos que abocarnos a la búsqueda incansable de pareja.
Este ensayo se publicó en mi columna Distrito Feral, de Vice.com, diciembre 2018
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